El final de una generación de directores
Casi nonagenario, Karl Boehm ha mantenido, contra las limitaciones físicas propias de su edad, un espíritu extrañamente juvenil, una vigencia capaz de entusiasmar a cuatro generaciones. Su Mozart -«para el que iba su mayor amor»-, al madurar parecía recuperar decenios de juventud, por gracia, frescura, luminosidad. Al mismo tiempo dedicó muchos afanes a la ópera de Alban Berg, de la que fue principalísimo divulgador.Nacido en Graz (Austria) el 28 de agosto de 1894, Boehm, hijo de abogado, estudia también Derecho. Pero su Ilusión no estaba en las leyes, sino en las aulas de los conservatorios de Graz y Viena. A los veinte años es ya maestro repetidor en su villa natal, y a los veintitrés, director titular.
En los mismos comienzos de su carrera muestra su formidable aptitud para el teatro musical cuando, en 1917, monta la ópera hoy olvidada, Las trompetas de Sackingen, de Víctor Nessler ( 1841-1890). Con Lohengrin llama la atención de Karl Muck, un ídolo de la generación anterior que lo fuera también del público de nuestro Teatro Real a final de siglo, junto a Zumpe, Mancinelli, Ricardo Strauss y Lamoureux.
A partir de entonces, y con la inicial protección de Bruno Walter, la carrera de Boehm traza una curva siempre ascendente de éxito y prestigio. Pasa por las direcciones generales de Música de las óperas de Munich, Darmstad y Dresde, hasta que, en 1942, comienza su titularidad en Viena.
Mientras tanto, ha establecido una gran corriente de amistad con Ricardo Strauss que le encomienda la primera mundial de La mujer silenciosa, sobre libro de Stefan Zweig basado en Ben Johnson. A los pocos días del estreno, el Gobierno nazi suspende las representaciones, debido al origen hebreo de Zweig, con lo que se corta la colaboración del escritor y Strauss y, de paso, el proyecto que albergaban ambos de llevar a la ópera La Celestina.
A pesar de sus juveniles triunfos wagnerianos, Karl Boehm no dirige en Bayreuth hasta 1962: primero Tristán e Isolda, y en años sucesivos, El holandés errante, Los maestros cantores y la Tetralogía, en la última producción de Wieland Wagner (1965).
La presencia de Boehm en Viena, París, Berlín, es constante, tanto como conductor operístico como al frente de las dos grandes filarmónicas (Berlín, Viena) o de la Orquesta de París: Maestro imprescindible en los Festivales de Salzburgo, todavía estaba anunciado para el del presente año, en unión de otrofavorito, Herbert von Karajan. Por la enfermedad que le ha llevado a la muerte debió suspender, hace unos días, su intervención.
En España se recuerdan algunas visitas destacadas de Karl Boehm: con la Filarmónica de Berlín en la primavera de 1941; con la de Viena, en 1955 y en 1969. La humanidad del hombre y el artista transpiraban por sus versiones. Sólo escucharle el comienzo de la obertura de Las bodas de Fígaro, con una elevación extraordinaria, constituia una experiencia inolvidable. Más aún cuando abordaba las sinfonías mozartianas (recuerdo la llamada sin minueto que programó en el Monumental Cinema), el ciclo beethoveniano, la limpidez de su Schubert que sabía conectar con su espléndido Bruckner, la fuerza plástica, plena de claridad, de los poemas de Strauss.
Con Karl Boehm las orquestas tocaban como un inmenso cuarteto; era lo contrario del conductor-dictador: no mandaba, convencía, insinuaba. En todo momento quitaba peso en busca de unas formas que vuelan, no por eso menos firmes y equilibradas, Sus dieciochescos asomaban el perfil por la ventana melancólica del romanticismo; sus románticos quedaban armados por imperativos clásicos: orden, transparencia.
Ante El rapto del serrallo, Cosi fan tutte y La flauta mágica cobraba evidencia el alma alegre de Boehm: desde su felicidad al hacer Mozart, provoca la de todos los espectadores y oyentes. A la hora de Wagner, sin restarle grandeza, la Tetralogía quedaba más cerca de nosotros, como algo normal y de todos los días.
Con la muerte de Karl Boehm, la vieja y grande escuela europea -alemanes, austríacos, bohemios, algún italiano, algún francés- desaparece en sus nombres señeros. Quienes quedan, ya en la órbita de los setenta, fueron sus herederos, acaso el último capítulo de una historia que empezó con Gustav Mahler. Por fortuna, Boehm deja una discografía tan amplia como brillante.
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