Los salvajes de Luisiana
Muchas veces, cuando observo y reflexiono sobre las actitudes de todos aquellos que pretenden imponer sus opciones por la violencia, por la fuerza bruta -sean éstas las del independentismo vasco o las del golpismo fascista de extrema derecha-, hago el esfuerzo de imaginación de ponerme en las circunstancias de que unos u otros hubiesen ganado. Aparte de la represión, de las venganzas y del salvajismo que se desatarían, no conozco sus proyectos para construir su modelo y gobernar este país si triunfasen los golpistas o el País Vasco independiente si triunfasen aquellos separatistas. Nunca nos han dicho lo que harían en ese caso, y creo que ese silencio permite deducir su incapacidad de construir nada, de elaborar alternativas. Sólo están por la destrucción y por maldecir lo que existe, pero son incapaces de crear una luz constructiva de esperanza. El arbitrismo y, el vacío son el producto de la oquedad de esas cabezas.Y si se ahonda más, se constatará que esa ausencia de planes de futuro es muy consustancial con unas concepciones que quieren el poder por la fuerza, incapaces de adquirirlo por el sufragio universal, al que, dicho sea de paso, denuestan y rechazan precisamente porque no les conduce al poder. Su único objetivo es mandar, aunque para conseguirlo tengan que destruir todo lo positivo que durante siglos ha podido adquirir una comunidad y un Estado.
Dentro de las dos grandes divisiones que se pueden hacer entre los hombres, los que aspiran a vencer como sea y los que aspiran a vencer convenciendo, se encuentran en el primer grupo y su arma principal es la violencia, la fuerza bruta, el terror, la Irracionalidad. No tienen que explicar por qué hacen las cosas ni por qué sostienen las posiciones que sostienen, simplemente lo hacen porque sí. En estos días, EL PAIS recogía algunas declaraciones de un personaje significativo de ese sector, y era realmente sorprendente la pobreza intelectual y la arrogante simpleza de unas palabras que parecían proceder de un descerebrado. En ese marasmo intelectual y moral se puede explicar mejor su carencia de objetivos o, mejor dicho, el descaro de su objetivo central: alcanzar el poder como sea. Y, salvadas las distancias de la perspectiva ideológica en que se sitúan, lo mismo se puede decir de los justificadores intelectuales del terrorismo separatista. No se encuentra ninguna idea detrás. No les importa la catástrofe, ni el sumir al País Vasco en la misería, ni servir de justificación a acciones golpistas o de extrema derecha, en su loco mesianismo de imposible realización. Son fanáticos armados de unas ideas a cuyo servicio sacrifican todo, incluso la propia subsistencia viable de su comunidad.
No son mayoría ni lo pueden ser nunca unos y otros, porque si vieran esa posibilidad, probablemente aceptarían las reglas del juego de la democracia, y si no lo hacen es precisamente porque esas reglas del juego no son instrumento hábil para sus fines.
Todos, unos y otros, juegan mucho con la ignorancia y con el miedo, por eso es tan importante la educación para la democracia desde todos los sectores democráticos. Desde lo que representan Maritaln, Fernando de los Ríos o Francisco Giner se han dedicado muchos esfuerzos a alertar sobre el valor de una pedagogía de la libertad, sobre lo que ayuda el conocimiento de la evolución del mundo moderno, de la sociedad y del Estado para ser ciudadano normal de un país democrático. El entender el valor de la tolerancia, del respeto a la conciencia, la idea del imperio de la ley, de la libertad individual y todos los derechos furidamentales, impide caer en esa tentación del vencer sin convencer, porque se sabe que la sociedad que llegue a esa situación se destruye en las ruinas de esa violencia suicida. Desde la EGB hasta la universidad, ese esfuerzo de civilización y de razón debe hacerse porque es un esfuerzo de formación moral. La racionalidad de la ética va por ese camino para ayudar a que todos los hombres avancen en su autonomía moral, esa libertas maior de que hablaba ya san Agustín. Por eso el objetivo moral no es ser bueno o ser malo, como un poco paradójicamente decía Camus, sino serclarividente, porque con esa elarividencia se pueden conquistar las mayores cotas de moralidad de que sea capaz el hombre.
Por eso no caben en una sociedad democrática la exaltación de la violencia ni de la discriminación por razón de sexo, raza o religión o cualquier otra condición social. Ni tampoco del odio o de la dialéctica amigo-enemigo, aunque venga encubierta con formas religiosas, ni la de las fechas que han dividido a los ciudadanos, sea cual sea su signo. Los que realicen esas actividades, sean de derechas o de izquierdas, deben caer bajo el ámbito del Código Penal.
También veo que personas mayores, probablemente por defecto de la formación que han recibido en sus centros respectivos, sean universidades, academías militares, etcétera, tienen un temor al mundo moderno, son lo que Maritain llamaba antimodernos, no entienden los cambios. En muchos pregresos sociales ven la acción diabólica y a un enemigo abstracto, que no se sabe bien cuál es, infiltrado para destruir el mundo de los valores tradicionales en que ellos creen. Son probablemente muchos creyentes simples y de buena fe, que han derogado, de la enseñanza evangélica, la parábola del trigo y de la cizaña y que son incapaces de entender al mundo moderno. No creo que ellos, si son de buena fe, tengan mucha culpa, pero sí la tienen esas estructuras de formación que les llevan a ese grado de simplismo intelectual y de temor ante el progreso, y también aquellos que les mantienen en puestos de mando o de responsabilidad. Y estos hombres son especialmente sensibles a ese niensaje que procede de los que quieren vencer sin convencer, mucho más conscientes de sus objetivos. Por eso dirigen SUS esfuerzos y su propaganda a aquellos ámbitos sociales donde pueden tener esa acogida favorable muchas veces, más por ignorancia que por mala fe.
Entre todos tenemos que hacer ese esfuerzo de conexón y de explicación con cambios radicales en los planes de formación de los funcionarios civiles y militares, para que piensen por sí mismos y para que entierdan el mensaje de concordia de los que sólo quieren vencer convenciendo y de acuerdo con las reglas de juego, y el mensaje mortifero, de destrucción y de muerte, de los que quieren vencer como sea y sólo con ayuda de la violencia.
Cuando reflexiono sobre estas cosas recuerdo un texto de Mon tesquieu en El espíritu de las leyes sobre el despotismo, que era la forma con la que el escritor fran cés denominaba a estas posicio nes que aquí caracterizamos.
En el libro V empieza el párrafo 13 con esta definición impresionante:".. Cuando los salvajes de Luislana quieren fruta, cortan el árbol por su base y cogen la fruta. Ese es el gobierno despótico...". No creo que exista forma más gráfica de explicar dónde conduce el triunfo de esos partidarios de uno u otro signo que quieren vencer por la fuerza. Retrocederíamos cien años en la historia de España y cuando al fin pudiéramos salir del negro túnel al que esa situación nos conduciría, nos encontraríamos con los mismos problemas que ahora nos esforzamos en resolver agravados por mil. Ya tuvimos en eso, con la República y el régimen franquista, una experiencia esclarecedora.
Tenemos que cortar el paso a los modernos salvajes de Luisia na que aquí existen, y lo tenemos que hacer cerrando filas en torno a una creencia muy simple: sólo convenciendo, a través de las re glas del juego de la Constitución, sólo en la libertad se puede avanzar en paz en una sociedad moderna. Y no se olvide que la educación es el único camino para alcanzar ese objetivo. Como decía Montesquieu en el prefacio de su Espíritu de las leyes: "Buscando la formación de los hombres se puede practicar esa virtud general que comprende el amor de todos...". Eso, hoy, es un objetivo prioritario de la nueva democracia española, frente a los salvajes de Luisiana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.