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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las manos sucias

SUCESOS como el asesinato de Roberto Pecci por las Brigadas Rojas en Italia son tan fáciles de interpretación que despojan inmediatamente a los actos de violencia política de todo el revestimiento intelectual y de toda la falsedad de la capa de ética de que les ha revestido una antigua literatura y una absurda posición intelectual.A Roberto Pecci se le describe como totalmente ajeno y hasta ignorante de las actividades de su hermano Patricio, que fue primero brigadista y luego denunciante de sus antiguos compañeros, alcanzando así la figura clásica de «delator», desde la óptica de los terroristas: inaccesible -por la protección- a la venganza de éstos, le llega por el dolor del asesinato de su hermano inocente. Asesinato al que se unen todas las formas de vilipendio: la capucha, equivalente del capirote de las víctimas de la Inquisición; la acusación de traidor; el cuerpo arrojado a un estercolero.

El claro signo es el de que los brigadistas no sólo tratan de vencer por el terror a una sociedad externa, sino que con él gobierna el propio simulacro de sociedad que ellos mismos han creado; un sistema que no -sería muy distinto al que aplicarían en el caso imposible -en esa situación concreta- si accediesen al poder.

En otras situaciones ha sido posible, y la historia ha demostrado que los que llegan a dominar una nación por esa vía no se pueden quitar jamás la túnica ensangrentada. E¡ caso de Hitler y los nazis no es único. Todo el terror con el que dominaron a la sociedad alemana desde el asesinato de Rosa Luxemburgo hasta el incendio del Reichstag quedó convertido en institución, sistema y método de Estado hasta el final mismo de la guerra mundial, y muchos de los que les apoyaron ciegamente fueron víctimas del terror directamente o de la situación creada por él. Hay otros países en la actualidad que tienen en la cumbre de¡ poder a antiguos terroristas de distintas categorías, y los resultados se ven diariamente en las primeras páginas de los periódicos.

El acto ilícito de declaración de guerra a una sociedad en la que prevalecen injusticias y tragedias humanas está teñido siempre del más profundo error y de una insensatez y una crueldad que son más temperamentales que políticas; las ideologías salvajes terminan siendo el manto de unos meros asesinos que no solamente no encuentran ya el camino de regreso, sino que castigan con la rudeza que acabamos de a ver quienes lo intentan. Todo un esfuerzo de siglos para intentar siquiera una aproximación a la reducción de la crueldad en los enfrentamientos se viene abajo con cada uno de estos sucesos.

En la sociedad está la posibilidad de no aceptar los términos supuestamente militares en que se basan estas bandas -brigadas, batallones, ejército secreto, militar, etcétera- a partir de una base: la de no aceptar la declaración de guerra de esos grupos. Por eso sorprende tanto e inquieta más cuando alguien revestido de una autoridad y de una representación es capaz de decir que «estamos en guerra», lo que lleva automáticamente a la aberración de extender esa guerra a quienes son frecuente y principalmente sus víctimas, aceptando así las condiciones establecidas previamente por el terrorismo. La aceptación del término de guerra y la del vocabulario militar empleado unilateralmente implica la desaparición del nivel de delito -o su transformación en otros conceptos-, que es la que debe prevalecer, desde la sociedad agredida y su defensa civil, contra esta clase de actividades. La sociedad italiana, agredida una vez más, responde también una vez más con una afirmación de sus propios principios civiles: que queden al descubierto, descarnada y rudamente, las diferencias entre los que quieren destruir las formas actuales de la sociedad para convertirlas en sistemas de exterminio, y las formas de comportamiento de aquellos que, no ignorando su propia imperfección, saben que es millones de veces más justa que la que quieren imponer los políticos de manos sucias, los ideólogos salvajes del terrorismo. Es precisamente en la diferencia de las formas de comportamiento, de ética general y de respuesta civil donde se pueden encontrar las razones más profundas para que el terrorismo no consiga sus propósitos, tengan éstos la apariencia local, regional o moral que pretendan.

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