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No volveré a Baeza con Machado

Cuando llegue el otoño, si es que antes no vuelve a caer sobre nosotros el invierno, los inasequibles al desaliento piensan devolverle a don Antonio el homenaje que desde hace quince años le debemos. Para ello desempolvarán la cabeza que le hiciera Pablo Serrano al poeta-maestro y que alguien conserva, silenciosa y cubierta de olvido, como humo dormido en el desván de los recuerdos. Pero yo, pobre garbanzo del común puchero, no estaré con ellos en su segundo intento. Porque yo también estuve en Baeza con Machado, allá como hace un siglo; o sea, 66 años después, o antes, del 1900.Imperaba a la sazón el «viejo régimen» (entonces se llamaba dictadura) que hizo exiliarse a don Antonio cuando ya anunciaba como «orden nuevo» su paz del cementerio. Algunos notables de las letras y las artes perseguidas decidieron que era el momento, a los cuarenta años de su marcha de Bacza y cuando ya llevaba veintisiete muerto, de rendirle a Machado el homenaje de la España del exilio interior y del silencio.

«A Baeza con Machado» era el lema, demasiado sospechoso para aquellos tiempos en que comanditaban la nave de la Patria Muñoz Grandes, Carrero, Castiella, Solís, López Rodó y López Bravo, con Franco arriba, Fraga en medio y Camilo Alonso Vega al extremo del palo y tentetieso.

Pese a ello («nosotros somos quien somos, basta de historia y de cuento») hacia Baeza nos fuimos, a millares, crentes de la mitad de los colores que hoy decoran nuestro Parlamento, procedentes de todos los rincones de la España de la rabia y de la idea reprimidas por los devotos de María y de Francuelo, del Opus y el Movimiento.

Me recuerdo al volante del coche con mi mujer y dos amigos (¿dónde estáis, Andrés Sorel y Tere?) camino de Baeza, con el letrero pegado en el cristal delantero. Ya sabíamos que la autoridad competente había prohibido el homenaje y que en torno a Baeza habían alzado un muro verdinegro. De pronto, guardia civil caminera nos da el alto. Freno, me apeo, quiero acercarme a dialogar con ellos (siguiendo la consigna de Cuadernos) y me encuentro con la voz del sargento queme dice: «¡Quieto!», mientras un número a su izquierda, dando un paso atrás, me apunta a la barriga el naranjero. «Quite ese

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cartel y vuélvanse por donde vinieron». Obedezco, con las piernas flojas y el estómago revuelto.

También nos recuerdo, sin embargo, ya en Baeza, adonde hemos llegado, dando mil rodeos, hasta 2.000 o 3.000 intelectuales de aquellos que, como decía la canción, «firmaron un documento» contra la tortura en Asturias, del que Fraga se burló porque entre los sedicentes «intelectuales» abajo firmantes había «hasta un maestro» (¿qué fue de ti, Pedro Dicenta, si es que todavía estás entre los vivos-muertos?) y porque las llamadas torturas se quedaban en «un simple corte de pelo» a la mujer de un minero.

Y allí fue la de Sansón con todos sus filisteos encerrados en el templo. Primero, algunos baezanos que creían, yo lo oí, que íbamos a darle un homenaje a Antonio Machín, pues de su antiguo pro fesor les habrían borrado hasta el recuerdo; y otros que huían despavoridos creyendo que venían los rusos, porque algunos lleváb.imos gorros de astracán para combatir el cierzo, además de que algún bando les había puesto en guardia contra «agitadores llegados del extranjero».

Luego, el ascenso del Gólgota que se nos aparecía aquel cerro cuya cumbre debíamos coronar con el busto del maestro y que estaba erizado de capas grises ondeando al viento. Y allá que te sube el cortejo, cuando, otra vez el paso cortado, el diálogo fallido, el reglamento, suenan los claros clarines del miedo y, a la carga, empiezan a molernos los huesos. Un social infiltrado saca la pistola y sólo uno de los nuestros le hace cara, invitándole a tirar mientras le presenta el pecho (tú, Antonio Gallifa, sé que sigues siendo quien eres, pese a la historia y los cuentos).

Desandamos el camino, en desbandada, y yo el primero, lo confieso. Y menos mal, ahora que lo pienso, pues, según supimos luego, nos esperaba un land rover con ametralladora en lo alto del otero, y, de haber rebasado la primera barrera disuasoria, aquella procesión, en vez de como el rosario de la aurora, podría haber acabado en huerto de cruces mironiano o unamuniano corral de muertos. Y henos de nuevo en las calles vacías de Baeza, convertida en un encierro sanferminesco, sin poder entrar ni salir y con los grises corriéndonos. Todavía llevo grabada en el recuerdo la huella vergonzante de un porrazo en el trasero.

Recuerdo que yo, pobre de mí, me comí unas cuartillas, con endecasilabos cursilíneos dedica dos al maestro y robados a Blas de Otero, que empezaban más o menos: «Aquí venimos hoy para pedirte/la paz y la palabra de tus versos» (Blas, ¿me escuchas don de tú estás?). También recuerdo el hijo sin rostro que perdí, cuando Lilou abortó días después del ajetreo. Y conservo el dibujo in genuo que hizo del aquelarre el hijo pequeño de Moreno Galván (tú también, José María, te nos has muerto).

Por fin huimos de aquel ignominioso infierno, con la cabeza de Machado entre los pies para qué os quiero, no sin dejar rehenes detenidos en la fuga (tú, Manolo Pizan, descansa en paz ahora, entre ellos).

Porque ya no soy quien éramos; porque quiero conservar pese a todo, en mi memoria los recuerdos masoquistas de cuando corríamos todos juntos y revueltos; porque me faltaría a la cita más de un amigo perdido en el camino o muerto; porque mi carroza no está ya para esos trotes después de haberse pasado media vida corriendo; porque se apuntarían ahora al homenaje algunos de los que entonces nos corrieron; y porque Umbral hará el discurso, me lo temo, aunque dice de Machado que era un «muermo»; por todo eso, yo no pisaré las calles nuevamente de la que fue Baeza apaleada ni en su vieja plaza, en libertad vigilada, me detendré a llorar por los ausentes. Aunque la reparación se la debamos todos al maestro. Que vuelvan los inasequibles al desaliento. Pero pronto, no sea que antes del otoño vuelva a caer sobre nosotros el invierno, con sus viejos reglamentos.

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