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Precisión británica en la solemne ceremonia de San Pablo

Andrés Ortega

Ladi Diana entró en la catedral de San Pablo del brazo de su padre, el conde Spencer. La grandiosa ceremonia se desarrolló con una exactitud asombrosa -salvo ocasionales errores de los novios-, pero el momento supremo, que estremeció a las 3.000 personas que estábamos en la iglesia, llegó cuando los presentes entonaron el himno nacional.

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En una catedral sobriamente decorada para la ocasión, los primeros invitados comenzaron a ocupar sus asientos dos horas antes de la llegada, a las once de la mañana (hora de Madrid), de la novia. El público se convirtió pronto en una masa multicolor en la que era difícil identificar a nadie. Pero se distinguía al rey de Tonga, cuya voluminosidad le había obligado a utilizar una silla especial que se trajo con él; al ex primer ministro Harold McMillan, que entró renqueando; a los Thatcher, ambos de azul oscuro, y a lord Carrington, cuya baja estatura contrastaba con la de su adjunto en el Foreign Office, sir Ian Gilmour. Por supuesto, todo el mundo buscaba a Nancy Reagan (vestida de color fucsia), mientras el presidente francés, François Mitterrand, parecía ocultarse, dada la falta de atención que se le ha prestado.Con dos minutos de retraso sobre el horario previsto apareció el novio, con su uniforme de gala de la Marina acompañado por sus hermanos Andrés y Eduardo, que hacían las veces de padrinos. Carlos se paró a saludar a su madre, inclinando la cabeza, colorado y mirando hacia los lados, con aire de haber dormido poco. Espera en un lateral; en esos momentos se oyeron unos tremendos vítores y aplausos que llegaron de la calle y, antes de que resonaran las trompetas, ladi Diana había llegado. En la catedral había expectación. Unos se levantaron confundidos, y se volvieron a sentar disimuladamente. El príncipe Carlos, con aire más nervioso, salió al pasillo a esperar a su novia, que entró con su larga cola, seguida por sus preciosas damas de honor y dos pajes. No se miraron, pero al situarse delante del coro Carlos la contempló, primero mirándole a la cara y luego al traje.

La boda en sí fue corta. A la primera mención del arzobispo de Canterbury a los hijos, ambos cruzaron sus miradas y sonrieron, y en seguida llegó el sí quiero (I will), pronunciándolo él como si se encogiera de hombros, y ella en un tono muy bajito, temerosa, como si estuviera pidiendo perdón o no supiera muy bien lo que iba a ser de su vida. A continuación, repitieron los votos que va señalando el arzobispo, olvidándose él de parte de la fórmula, y llamándole ella invirtiendo sus nombres, Felipe Carlos. El príncipe de Gales tomó de su suegro la mano de ladi Di procediéndose a la bendición y colocación del ya famoso anillo.

La gente cotilleaba. Los novios que también intercambiaban algunas palabras, se sentaron, con un pequeño problema para colocar la cola. El speaker de la Cámara, George Thomas, con su característica voz, leyó la epístola, ante un público más silencioso que el habitual del Parlamento. El arzobispo de Canterbury pronunció su homilía hablando de los cuentos de hadas que suelen terminar así mientras éste empieza ahora.

La música siguió y llega lo más grandioso del día: el Dios salve a la reina entonado por miles de personas, con un escalofrío general que salió de una iglesia calurosa donde abundaban los abanicos. Pero estas son las ventajas de tener un himno nacional que se puede cantar y que dejó a la propia Isabel II muy pensativa.

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Ladi Diana, ya princesa de Gales, desde que así la llamara momentos antes el arzobispo de Canterbury, se retiró con su marido, los padrinos y los testigos a firmar las actas matrimoniales, mientras la soprano Maori Kiri te Kanawa cantó un aria del Samson, de Haendel, para el deleite de todos los asistentes a esta boda, en la que ha predominado la buena música, con una gran orquesta y un nutrido coro.

De vuelta a la nave principal, Diana llevaba por primera vez el velo alzado. ¿Hubo beso? Difícil saberlo. En todo caso, nunca en público. Por fin le veíamos la cara. Siempre se ha dicho que las novias la tienen de cartón piedra en el día de su boda. Esta vez parecía lo contrario, con un novia que de cuando en cuando se pasaba la mano por la frente para quitarse el sudor.

Los recién casados se cogieron del brazo y comenzó el cortejo de salida, no sin que antes Diana le hiciera una reverencia a su suegra. Tras ellos, el conde Spencer, algo aletargado debido a un reciente derrame cerebral, acompañó a la reina Isabel II. Ordenadamente, los invitados se retiraron. La dueña de la gran celebración volvió a ser la calle.

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