Descentralización en Francia
EN 1800, Napoleón creó el cuerpo prefectoral y la figura omnímoda del prefecto de provincias, al que llamó «l'empereur a pied»: el nuevo Gobierno francés está dispuesto a abolirlos. Es una pequeña revolución. Imaginemos que el Estado español decidiera suprimir el cargo de gobernador de provincias, dejando en su lugar a unos funcionarios encargados únicamente de la relación entre las autoridades locales y el Estado central, y aún no habremos llegado a comprender todo el alcance de la medida francesa, donde el territorio está repartido en 22 prefecturas y el prefecto es un virrey, «personaje obsoleto, especie de vestigio de la época colonial», según un texto de Mitterrand (La Rose au poing, 1972: la idea es antigua). Ningún Gobierno se ha atrevido nunca con los prefectos, por una razón que también les aproxima mucho a nuestros gobernadores: son los encargados de organizar las elecciones, y siempre un esfuerzo de un prefecto ha inclinado mucho el voto en su prefectura. Algunos han sido recompensados por su celo, no sólo por los títulos de barón o conde de que disfrutaron en el segundo imperio, sino por el ascenso cuando su esfuerzo electoral ha sido decisivo,La idea del Gobierno del Partido Socialista francés expuesta por el ministro del Interior y de la descentralización -puesto que de la más importante descentralización realizada en la historia de Francia se trata-, el socialista histórico Gastón Defferre, es transferir los poderes, sobre todo los económicos y los de organización, a las autoridades locales votadas por el pueblo, desde los alcaldes rurales a los «conseils généraux» de los 95 departamentos; y sobre ellos, las asambleas regionales, también elegidas directamente y con capacidad para tomar medidas económicas que afectan a regiones enteras.
La desaparición, sin embargo, no es total. Los altos funcionarios van a seguir en su puesto, pero van a perder su suntuoso nombre romano de prefecto para convertirse en comisarios, y con su nombre pierden la mayor parte de
los poderes. Quedarían en sus manos sólo aquellos que pertenecen directamente al Estado: policía, bomberos, comunicaciones... Y, desde luego, perderían la facultad principal inherente a su cargo, la de organizar las elecciones. Sin nombrar claramente esta intromisión del prefecto, Defferre ha aludido a que su Gobierno no va a caer en las aberraciones «de los Gobiernos que se han mezclado en las elecciones y han abusado de un cierto número de métodos para conducir a los electores a votar de una cierta forma», aberraciones en las cuales ha incluido al propio Ministerio del Interior.
La medida, que salta por encima de casi dos siglos de historia, de dos imperios y de cuatro repúblicas, se presenta como un auténtico cumplimiento de la proeza socialista de «cambiar la vida». La cambiará, efectivamente, de una manera muy sustancial: en todos los escalones de la Administración local electa se siente como una liberación y como una entrada en la mayoría de edad, después de la infantilización napoleónica.
No es, evidentemente, del agrado de todos. Los funcionarios de la Escuela Nacional Administrativa -la ENA, de donde el calificativo de «enarcas»-, de los que salían los miembros de la carrera prefectoral, que no sólo nutre estos altos cargos, sino los de subprefectos, jefes de gabinete de los ministerios, etcétera, perciben que está llegando el final de su gloria. Convertirse en simples enlaces entre autoridades locales y autoridades centrales, en pequeños «commissaires», al final de su carrera, es un golpe duro. Lo es también para la gran derecha, tan, afincada generalmente en estos personajes salidos de sus clases sociales y creadores de una espina dorsal de la gran época centralista, a través de los cuales podían ejercer sus «poderes fácticos» incluso en casos de algún mal paso electoral y parlamentario: en general, los cargos de carrera administrativa representan una derecha; los cargos elegidos por votación directa, una izquierda.
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