El pañuelo
El pañuelo de don Juan Carlos, ese pañuelo de lunares, el pañuelo de llevar el brazo en cabestrillo. El pañuelo. Ese pañuelo. El pañuelo se nos ha hecho habitual a todos los españoles en unos días, porque el Rey es que no para, y de pronto me parece que, ya metidos en signos y símbolos, ese pañuelo embandera tanto la democracia como cualquier bandera nacional, nacionalista, regionalista, pendón medieval o lo que fuere. Es un pañuelo conmovedor de lunares, y por los lunares se ve que el Rey no ha querido un pañuelo totalmente negro u oscuro, que enlutaría su lámina en estos tiempos de luto. El Rey en los toros, el Rey en los restaurantes, el Rey con Chillida, Tàpies y otros hombres/emblema de las Españas litorales. Tàpies, el irreductible, lo ha dicho:-No he venido a por ninguna medalla, sino a dar la mano a este hombre.
Ocurre que durante estos últimos años hemos sido más republicanos que la República de Giscard, un suponer, y esto no se había visto nunca ni en las mejores familias borbónicas. Luego, el villano salió de su rincón y arrinconó España, y Mitterrand se puso sobre su gorra de Maigret el sombrero atravesado de Napoleón, y encima el quepis imperial del general De Gaulle. O sea, que las cosas han vuelto a su ser. ¿Hasta qué punto es soluble la monarquía en democracia? El Rey de la mano rota y el teléfono rojo se está haciendo soluble en pueblo y Ejército, en pueblo/ Ejército, como nadie, nunca -(ni siquiera el Azaña que reinaba en la República desde el café La Granja del Henar).
Me hacen continuas entrevistas sobre el Premio Príncipe de Asturias al poeta José Hierro, como si el premio me lo hubieran dado a mí. Insisto siempre en que José Hierro, «poeta en tiempos de miseria», como Heidegger dijera de Rilke, representa nada menos que la continuidad con Rubén, Juan Ramón y el 27, un manadero que viene de las jarchas árabes a los mejores gustos literarios del duque de Alba, Jesús Aguirre.
La poesía de Hierro, más que denunciar la guerra, como la muy ejemplar de otros, borra la guerra en el sentido de que salva y restablece la continuidad. Sabiéndolo o sin saberlo, eso es lo que se premia hoy en el gran poeta madiileño /santanderino: una cosa que, con o sin Tejero, se llama España, empieza a cantar en árabe, allá por el hondo Sur, y todavía canta esencial, en el castellano Antonio Colinas. Todo eso pasa por José Hierro. Lo tengo escrito: ya no sé si hay España ni la ha habido nunca, pero lo que hay en cada época es unos cuantos españoles acollonantes. Ya no sé si hay democracia y cuánta, pero hay un demócrata con el brazo escayolado que ha creído en la España de la rabia y de la idea, machadiana, y anda por ahí con el pañuelo /cabestrillo, el rostro trabajado a diario por la Historia (ahora sí que es una prodigiosa acuñación española, labrada «como una moneda cartaginesa», que decía Baudelaire). Ese pañuelo pueril, de lunares, que soporta una herida inocente, es como la bandera de alarma, pese a sus domésticos lunares, que metaforiza heridas más profundas, más secretas, más del alma que del cuerpo, heridas que insultan la alegría deportiva y democrática de un príncipe que todo lo aprendió en los libros franquistas y luego se olvidó de ellos, para ser Rey. ¿Hasta dónde una monarquía es soluble en democracia sin dejar de ser monarquía?
Cuando los partidos se desflecan en clubes, cuando la gran empresa se desfleca en evasión de capitales, cuando Calvo Sotelo se mineraliza en tervilor/monocolor, cuando la democracia constitucional ha pasado de la utopía a la entropía, sin encontrar su punto, el Rey parece buscar la democracia natural de los toros, donde un pañuelo es un voto, y su trapo al brazo reparte un optimismo de lunares por el Madrid pesimista.
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