La epidemia no capitalina
1Con un modesto visor provinciano, lo empecinadamente bacteriológico, lo que sucede en España en materia de salud puede llamarse, sin precisar ayudas de ningún sitio, epidemia. Hay una razón poderosa y netamente etimológica. La epidemia (epi, sobre. Demos. pueblo) es un infortunio que recae sobre el pueblo español en este caso. Las restantes filigranas microbiológicas, epidemiológicas y sanitarias en general, no nos llevan a mejores claridades, de momento.
Desde que el mundo está habitado por los hombres y las calamidades colectivas acogieron en su seno a las epidemias, las cosas han seguido un curso semejante. La peste negra asoló a la Europa continental, Escandinavia, Inglaterra, interrumpió el proceso de la Reconquista en España y acarreó en todas partes hambre, a causa de la ausencia de brazos para labrar las tierras. Esta epidemia estalló el año 1.348. Cinco siglos más tarde se descubrió el germen en Hong Kong por dos investigadores distintos que se disputaron el germen y su nominación.
No parece necesario, por tanto, resaltar la importancia de la capital de España para definir el suceso. Un periódico semanal destinado a todos los médicos españoles (Tribuna Médica) dice así en primera plana: «Respecto a la epidemia de neumonía atípica que padece Madrid ... ». Admitido que la epidemia sea una neumonía atípica y primaria, como dicen los textos. Pero no es exclusivamente madrileña castiza. Es enfático y pedante hablar, por consiguiente, de «nuestra epidemia». Se trata de una apropiación indebida que no se puede tolerar, porque las epidemias provocan, además de los síntomas y signos generalmente inespecíficos, inconcretos y evanescentes, unos fenómenos paralelos que la clase médica y en especial los bacteriólogos descuidan tristemente, en su empeño por encontrar el germen causal. Sea virus, sea bacteria o sea ese micoplasma que parece tener todos los votos, siendo como es un germen patógeno a medio camino entre uno y otras.
También en provincias -Valladolid, Segovia, Palencia, Avila, Zamora y León y algunas otras- se han producido casos. Ha habido una mortalidad moderada, como en la capital del reino. Y hasta se están dando altas a los enfermos hospitalizados con una especial atención para ocultar la fecha de su ingreso, con lo cual nos quedamos sin saber si los medicamentos aplicados son, como dicen algunos, específicos y eficaces o bien el tiempo de permanencia en el hospital es ajeno a estas medidas terapéuticas. Porque conviene subrayar que, siendo enfermedad infecciosa, tiene un comienzo y una terminación, la curación o el fallecimiento.
Los fenómenos paralelos son importantes. Acaso tanto o más que ese complicado proceso de desenmascaramiento del agente, causal y las vías que sigue en su avance, que deja atónitos a los expertos, que han llegado a decir, en alguna ocasión, que todo lo que sucede en esta epidemia es sorprendente. Un fenómeno paralelo típico -no atípico, como la neumonía- es la lucha fratricida que se ha producido con ocasión e intención de llevarse el gato bacteriológico al agua de los distintos laboratorios que pugnan por ser los, primeros en descubrirle. Naturalmente todos son laboratorios madrileños -Majadahonda, Centro Especial Ramón Y Cajal y Hospital del Rey- En provincias tan bien dotadas como la de Valladolid, que acaba de estrenar, como quien dice, cuatro instituciones sanitarias, dos de las cuales disponen de magníficos laboratorios microbiológicos, no se pueden llevar a cabo estas investigaciones. El «afán de protagonismo» y el «intento de capitalización de una desgracia nacional en provecho de intereses particulares» de que habló el doctor Baquero en este mismo periódico es un afán y un intento que a los centros mencionados solamente compete. En provincias serán otros protagonismos y otros intereses los que primen.
Sea de ello lo que fuere, parece indiscutible que en el combate científico que ha tenido lugar se ha descalificado a uno de los contendientes. Es, verdaderamente, sorprendente el caso. Según las primeras informaciones de la Prensa y televisión, la destitución obedecía a trastornos psicofísicos, o sea, a una enfermedad. En otros términos, por primera vez esta epidemia hacía posible el uso terapéutico del despido para curar y rehabilitar una falta de salud.
Se dice de las epidemias que han sido el peor azote recibido por la Humanidad doliente. El enunciado es válido para las que se llamaban «mortandades», frecuentes en la Edad Media. Pero no han sido nunca solamente los números elevados de difuntos los que han aterrado a los hombres frente a las epidemias. En las antiguas, lo mismo que en las actuales, tiene lugar una experiencia de la contingencia del mal que puede acabar con la vida de algunos o de muchos hombres. Pero esta experiencia no equivale a un fracaso universal del principio de la vida, como tampoco la contingencia del bien indica que la Humanidad tiene asegurado su progreso indefinidamente.
Las epidemias provocaron siempre miedo. Quizá en ésta que nos aflige no haya sido tanto. El temor a que se origine una mortandad no acongoja hoy a los españoles. Lo, que sí hicieron las epidemias del Medievo y está haciendo la actual en España es obligar a que se pongan las cartas sobre la mesa. En tiempos de la peste negra fueron los bonetes cuadrados de la facultad de Medicina de París, consultados por el Rey con motivo de la peste, los que tuvieron que enseñar sus cartas. Ahora, en nuestra Patria, son los denominados expertos o peritos los que se sienten obligados a demostrar su pericia, tarea que no les aflige en las largas pocas de paz epidemiológica.
Efectos beneficiosos para los supervivientes
Ninguna epidemia ha terminado sin ocasionar efectos beneficiosos para la Humanidad sobreviviente. Estos efectos no son, precisamente, derivados del descubrimiento del germen, que corrientemente solía suceder más tarde. La peste negra hizo que el preboste de París Aubriot ordenara practicar la primera cloaca y, como efecto retardado, que tuvo lugar en el siglo XVI, los parisienses dejaron de tirar sus basuras al Sena. En esta epidemia nos han recomendado algunas medidas ciertamente provechosas, aunque un tanto oprobiosas. En la provincia de Valladolid, al menos, las autoridades sanitarias han recomendado que nos lavemos las manos con frecuencia y en especial, antes de comer y que no manipulemos las basuras.
Aparte de Madrid, que es una cuestión aparte, evidentemente, la región preautonómica más azotada parece ser Castilla-León, donde no existe un solo laboratorio de investigación de los dichosos micoplasmas. Siendo así, es evidente que los hombres y las mujeres de Castilla y de León debemos abrir muy bien los ojos y estar atentos al asunto complicado de la regionalización autonómica. Una cosa es querer y otra poder. En este segundo punto crucial me asaltan serias dudas. Si se observa con detenimiento el recorrido fatal de gran número de funcionarios, especialmente los de más categoría social, como los catedráticos de Universidad, se descubre indefectiblemente que, teniendo puntos de partida distintos, el itinerario concluye en Madrid. Los españoles que pueden acceder a los trasiegos sociales por las vías escalafonarias o similares son típicamente centrípetos, aunque las leyes y las normas quieran transformarles en centrífugos.
He aquí, por consiguiente, cómo una epidemia de neumonía atípica primaria, cuyo agente causal se ignora, aunque se espera con anhelo, provoca fenómenos paralelos y colaterales que nadie podía imaginar. La transustanciación autonómica de Castilla-León es imposible teniendo en cuenta las migraciones de los funcionarios y la centralización de los laboratorios de virus, micoplasmas y demás gentes de mal vivir. Madrid llegará a descubrir el misterio. No es de esperar que se atribuya la epidemia a la mala disposición de Marte ni a los judíos que en la España actual estarían reemplazados por los gitanos, según es habitual. Nada de esto pasará. La victoria sobre el germen llegará a su debido tiempo. Pero ello no es óbice para recordar que los fascismos prendieron y respondieron a una retirada cautelosa, atemorizada de la sociedad europea ante lo contingente. En estas circunstancias cunde el miedo a nivel de la Administración más que en el pueblo, que se limita a lamentarse de la mala fortuna que supone que los expertos no den con la clamidia esa que anda mezclada con los micoplasmas y otros gérmenes, según los datos que aporta el laboratorio del doctor Baquero, quien se lamenta, a su vez, de la falta de hipótesis epidemiológica de fundamento científico, que induce a las mentes de los investigadores a todo tipo de fantasías; con excepción de la fantasía legionella, que tiene muy pocas posibilidades en este caso, a diferencia de lo sucedido en aquel otoño de 1976, cuando los miembros de la legión americana estaban reunidos en un gran hotel de Filadelfia, en los Estados Unidos de Norteamérica, de donde proceden, por cierto, los doctores Baine (Atlanta), Willson (Rochester) y alguno más que han venido, casualmente, a nuestra Patria.
Yo creo, no afirmo ni niego rotundamente, que la epidemia pasará. Es lo habitual. Pero sería bueno que la clase médica sacara provecho de esta experiencia de la contingencia del mal, para que se convenza que no hay fuerzas aviesas, genios malignos que se opongan intencionadamente al progreso de la vida humana. Y también, al lado de esta adversidad anónima o nominada, pudiera apuntarse la experiencia de un progreso que no es necesario con una necesidad metafísica. Muy probablemente las soluciones falsas y los callejones sin salida se superen. Con ello no queda dicho que la Humanidad tiene asegurado su camino. Todos los enfermos se mueren alguna vez. Esta lamentable verdad debiera hacer que la clase médica, barojianamente, hiciera suyo el argumento de aquel escultor, libertario, de una de sus novelas, hombre de bien, sin bonete y sin percalinas, que pudiendo asombar al mundo prefirió ayudarle.
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