Alerta por la teología
Las siguientes reflexiones tienen como ocasión hechos recientes que no nos parece posible pasar en silencio. Están elaboradas desde una perspectiva que conjuga: 1) la dedicación a la teología católica, es decir, a la reflexión sobre la fe cristiana en comunión con la Iglesia católica, y 2) una especial preocupación de servicio a la sociedad en que vivimos, mediante, el diálogo con la cultura contemporánea, el contacto vivo con los creyentes de base más sensibilizados a los problemas actuales y la honradez intelectual en el afrontamiento de esos problemas. Naturalmente, no pensamos ser los únicos que puedan hoy en España caracterizarse del modo dicho. Pero desde la conciencia de esa doble fidelidad nosotros, concretamente, nos sentimos en la necesidad de alzar una modesta, pero firme, voz de alerta. La dirigimos ante todo a nuestra Iglesia, en sus autoridades y en sus fieles. También a la sociedad española en proceso de democratización, pues pensamos que puede aquí estar en juego algo importante de la contribución católica a ese proceso. El Concilio Vaticano II supuso, como es ya tópico reconocer, un avance decisivo de la Iglesia católica en el reconocimiento de la autonomía de lo humano, de la libertad del pensamiento en la búsqueda de la verdad, de los logros de la modernidad. En consecuencia, la fe cristiana recobraba también una conciencia -que le es connatural, pero tenía eclipsada- de su propia libertad, de su arraigo en el pensamiento y la práctica liberadora de los humanos, del inevitable pluralismo de sus formulaciones, de lo inacabado de cada posible formulación. Una situación itinerante; más incómoda, ciertamente, que la de los viejos dogmatismos con sus respuestas prefabricadas y su solución de los problemas por la simple apelación a la autoridad. Es comprensible que esta situación cree temor en los inseguros y sugiera a más de uno las ventajas de la vuelta a los usos superados: rigidez doctrinal, proscripción de las tentativas renovadoras. Como los teólogos son los órganos natos de la apertura de nuevos caminos, pasada una primera euforia por la recuperación del sentido de la libertad pueden resultar molestos. Las tendencias a la seguridad de los fieles más tradicionalistas se alían entonces con comprensibles tentaciones autoritarias de los jerarcas de la Iglesia y se produce el fenómeno que hoy suele denominarse involución.
La teología española no ha tenido en nuestro siglo el desarrollo de la de otros países de Europa. Más bien hemos debido caminar tras ellos. No pocos hemos también aprendido en los últimos años de los teólogos latinoamericanos, que, desde condiciones sociopolíticas peculiarmente duras y sintiéndose órganos de unos pueblos muy creyentes que buscaban la liberación cívica, han sabido repensar aspectos del mensaje cristiano con particular viveza. No es de extrañar que los primeros efectos de la involución hayan afectado a teólogos centroeuropeos y latinoamericanos en forma de procesos y censuras que son del dominio público.
Ahora parece que nos va llegando el turno. Algunos teólogos españoles han sido recientemente excluidos de la docencia que impartían, ciertas obras teológicas han sido sometidas a censuras poco transparentes, más de una amenaza se cierne sobre otros hombres y sobre otros libros, de entre los que más fecundo impacto están teniendo entre nosotros y de los que más ayudan a conectar la fe con la cul tura y la práctica cívica.
Importancia del trabajo teológico en libertad
Pensamos que no es un simple instinto de defensa corporativo el que nos mueve a llamar la atención pública sobre esto. Es importante para la cultura democrática española el que el trabajo teológico se haga en condiciones de libertad. Es también iráportante para la Iglesia. Como somos hombres de Iglesia, es en este aspecto en el que queremos, sobre todo, insistir. Permítasenos para ello exponer brevemente cómo entendemos el papel de la teología en la Iglesia.
La Iglesia no es una organización burocrática para el mantenimiento de una ideología. Es una comunidad de creyentes, que san Pablo definió como conjunción armónica de múltiples «carismas» o funciones interrelacionadas. Ninguna función puede prescindir de las demás ni anularlas. Toda la Iglesia es así responsable de la fe. La función de la autoridad respecto a la fe mira a la unidad en su profesión. Pero hace falta también la creatividad espiritual y la iluminación intelectual. Hacen falta "profetas" y hacen falta teólogos. Sería enormemente empobrecedor que la autoridad se propusiera reabsorber la tarea específica de estos últimos anulando su libertad y viniendo a concebirlos como meros funcionarios de una Administración doctrinal.
La función de la autoridad eclesial, al no reducirse a la, organización externa o a la práctica ritual, lleva ciertamente anejo un «magisterio» y una palabra insustituible respecto a la fe; pero una palabra que no suple a la de la teología, sino que la supone; de lo contrario, se empobrecerá sin remedio y se distanciará de la cultura de cada época.
Una armonización de funciones como la sugerida no es fácil. Es muy comprensible que surjan conflictos. Los ha habido en la historia. Pero un recorrido por los veinte siglos cristianos nos mostraría que los mejores momentos fueron aquellos en que se logró la armonización. Por el contrario, ya desde la Contrarreforma, pero al máximo en el siglo pasado y el primer tercio del presente, se han dado el mayor autoritarismo y la mayor depresión de la función teológica, De esto han procedido graves males. De ahí estábamos, afortunadamente, saliendo.
Querríamos esperar que la presente involución sea sólo una reacción pasajera. Que estudios serios vayan precisando más los estatutos correlativos de la jerarquía y la teología. Que todo creyente culto pueda encontrar en la teología la luz para esa dificil autenticidad de su fe -hoy más difícil que nunca-, que compagine la comunión eclesial con la honestidad intelectual y la plena pertenencia a su cultura y a las urgencias humanas de su momento histórico. Para todo ello, deseamos y pedimos que cesen los larvados retornos inquisitoriales, que se entable institucionalizadamente el diálogo constante de la jerarquía y los teólogos en clima de fraterna confianza. Finalmente, que, en el ejercicio de la autoridad, los que la tienen en la Iglesia observen con más delicadeza que ningún poder humano el respeto a los derechos de las personas y de los grupos. Porque, según el evangelio, el distintivo de la comunidad de Jesús es precisamente un especial amor, y la autoridad se define como un servicio no guiado por la voluntad de dominar.
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