Asalto en Barcelona
AUNQUE SE desconocen todavía todos los detalles referentes a su composición y fuentes de financiación y amunicionamiento, la banda terrorista que ayer asaltó, en pleno corazón de Barcelona, la sede del Banco Central y mantiene como rehenes a más de un centenar de personas es una pieza más de la conspiración golpista contra la Monarquía parlamentaria. Por lo demás, las condiciones de su chantaje son tan descabelladas que cabe rechazar, sin más, la hipótesis de que esa operación gangsteril -cuyo final es incierto a la hora de escribir este comentario- pretenda de verdad el cumplimiento de sus exigencias. Los asaltantes tienen que saber que los cuatro militares procesados por sus implicaciones en el golpe del 23 de febrero no elegirían el camino del exilio hacia Argentina ni aun cuando el Gobierno se lo brindara, entre otras razones, porque su estrategia de defensa quedaría desmantelada por esa huida. Sorprende, de otra parte, que el teniente general Milans del Bosch y el general Armada hayan sido excluidos de la relación hecha pública por los terroristas.La operación parece inscribirse en esa escalada de la tensión que, con tanta habilidad como perseverancia, ha puesto en marcha, desde el secuestro del Congreso y del Gobierno, el estado mayor del golpismo. Tal vez la circunstancia de que este 23 de mayo se halle separado por tres meses justos del 23 de febrero no sea una casualidad, sino un simbólico y supersticioso homenaje a la fecha, aunque parece más probable que el vandálico acto se haya determinado para el comienzo de la Semana de las Fuerzas Armadas. A lo largo de los últimos meses, la política del avestruz del Gobierno ha creado un amplio espacio para que los compañeros de viaje del golpismo traten de invertir las expectativas y las valoraciones de la opinión pública, a fin de presentar a los verdugos como víctimas y a los ofendidos como agresores.
Es imposible, obviamente, abstraer de ese grave deterioro de la situación política los crímenes y las provocaciones del terrorismo. Los tiros en la nunca a jefes militares, el asesinato del general González de Suso y el atentado contra el general Valenzuela han alimentado la estrategia de la tensión desde un polo formalmente opuesto, pero, en realidad, complementario del fanatismo y la criminalidad de la extrema derecha.
La historia contemporánea está llena -desde la Alemania de Weimar hasta la Argentina de Isabel Perón- de ejemplos de cómo la violencia, de la ultraderecha, y de la ultraizquierda, sin concertación previa, pueden formar una garra de tenaza para aplastar un sistema democrático. Y siempre es la apuesta en favor de una dictadura de ultraderecha la que sale ganadora en esa siniestra puja.
Hay, no obstante, algunas diferencias. El terrorismo de ETA y de los GRAPO se halla completamente fuera de la clase política, de los aparatos estatales y de los centros de decisión de la clase dirigente. El combate frente esas bandas, dificil y arriesgado desde un punto de vista estrictamente técnico y policiaco, se libra contra un enemigo situado en el exterior del tramado institucional de nuestra vida colectiva, aunque esté apoyado o disculpado -en el caso de ETA- por sectores minoritarios de la sociedad vasca. En cambio, el terrorismo de ultraderecha, en su versión más cruenta o en su variante golpista, tiene puntos de sostén, militantes, organizadores y dirigentes máximos dentro de los aparatos estatales y de la clase dirigente. La consecuencia es un círculo vicioso de acciones y reacciones que ayudan a los dos terrorismos a fortalecerse y ayudarse mutuamente. Los criminales atentados de ETA contribuyen poderosísimamente a que el Gobierno no tome medidas contra los ultraderechistas camuflados dentro de las Fuerzas Armadas, de los cuerpos de seguridad y de la Administración central del Estado, con el argumento, repetido a propósito de los atroces sucesos de Almería, de que esas sanciones podrían desmoralizar a las Fuerzas de Orden Público que luchan contra el terrorismo de ETA. Y, a su vez, la política de contemporización del poder ejecutivo hacia sectores golpistas alimenta la miserable teoría del radicalismo abertzale sobre el carácter no democrático del régimen.
La eventual participación -aún por comprobar cuando escribimos este editorial- de determinados números de la Guardia Civil en el asalto al Banco Central de Barcelona confirmaría los catastróficos resultados que ha producido la incomprensible lenidad hacia los miembros de la Benemérita que, a las órdenes del teniente coronel Tejero, tomaron por las armas el 23 de febrero el palacio del Congreso. El ínfimo coste que hasta ahora supuso para estos asaltantes el quebrantamiento del Código de, Justicia Militar y de las Reales Ordenanzas puede hacer que otros compañeros suyos, sabedores del bajo precio que hay que pagar en este país por actos delictivos cuando se esgrimen justificaciones supuesta y falazmente patrióticas, se hayan decidido a seguirles por el camino de la subversión y el bandidaje.
Queda la cuestión de la elección de Barcelona como escenario para la agresión. La prudencia y serenidad con la que Cataluña consiguió el Estatuto de Autonomía y la constructiva actitud de sus instituciones de autogobierno para afianzar el régimen democrático en toda España habían sido hasta ahora el más eficaz y rotundo mentís de las teorías que establecen una estrecha correlación entre la autonomía, por un lado, y la violencia, el independentismo y la insolaridad, por otro.
El execrable acto de bandidaje de ayer en Barcelona posiblemente no sea ajeno a la voluntad de arrastrar a la sociedad catalana al torbellino de pasiones y de crispación del País Vasco y de otras regiones españolas.
Por último, merece la pena señalar la inoperancia y debilidad de los ministros de Interior y Defensa, cuyos servicios de información han sido, de nuevo, incapaces de detectar una amenaza de este porte veinte o veinticinco hombres bien armados y pertrechados no salen de la nada, y las dubitaciones del poder al acelerar el juicio contra los sediciosos del 23-F. Este país no está en situación de normalidad política, y el poder es incapaz de imponer la disciplina a sus propios servidores.
El rostro imperturbable del presidente del Gobierno puede ser para algunos un síntoma de serenidad. Para otros comienza a definir la parálisis frente a la situación.
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