La pena de muerte, al banquillo
La pena -pondus, medida- ha evolucionado a través de los tiempos, desde su originaria concepción como venganza privada ejercida por la gens, familia o grupo, hasta el actual monopolio de su aplicación por el Estado. Lo cierto es que la pena se entendía como castigo, reparación del mal causado y reflexión que permite al delincuente asumir su propia culpa. Criterio éste que permitió crueldades, deportaciones de por vida, confiscación de patrimonios, torturas, grilletes, mutilaciones y, como culminación, la pena capital, inexorable, fatal y negativa... La Edad Media es ejemplo de cómo en plena cristianitas fueron indiscriminadamente enviados a la hoguera salteadores de caminos, ladrones, pícaros, heterodoxos del pensamiento, brujas y homosexuales. Todos, desesperados, silenciosos, eran consumidos por el fuego o degollados y expuestos a la pública vindicta y escarnio en un mundo que, paradójicamente, hablaba un lenguaje de amor y de perdón. Michel Foucault ha exhumado ese discurso de crueldad en la aplicación de las penas, que acompañó a la larga noche de la humanidad...La Ilustración y sus pensadores humanitaristas que se ocuparon de estos temas (Voltaire, el italiano marqués de Beccaría o nuestro Lardizábal y Uribe, entre otros), se enfrentan con tanta desproporcionada e inútil dureza. Al fin, las Cortes gaditanas suprimen tormentos, grilletes y cadenas y en el trienio liberal aparece el primer Código Penal, de Calatrava, más mesurado y moderno, aunque aún no destierra de sus normas la pena capital. Años antes, hombres como Jovellanos y Olavide -ambos magistrados- han sufrido persecución por su pensamiento jansenista y heterodoxo. Pues bien, Fernando VII, con olvido de su promesa de marchar por la senda constitucional, vuelve por las antiguas pragmáticas y decretos, restableciendo la jurisdicción del Santo Oficio, con la posibilidad de entregar al condenado, por motivos de «desviacionismo» religioso, al brazo secular.
La filosofía liberal se va abriendo camino en su intento dé mitigar los rigores de aplicación de la pena máxima. Aunque, en definitiva, ¿qué importan el garrote, la decapitación o la horca? Porque la mayor o menor intensidad de dolor que inflingen no hace desaparecer el dramatismo y la contundencia de semejante castigo. Es éste el que hay que desterrar, para siempre, de los códigos penales de todos los pueblos.
Porque la pena de muerte conculca los fines actuales de toda sanción, que, desde el positivismo y correccionalismo, son esencialmente rehabilitadores, terapéuticos, recuperadores... Y ¿qué recuperación es posible para el reo privado, así, de toda esperanza? ¿A quién beneficia esa radical solución? Porque no devuelve a la víctima la vida que se le arrebató, ni recupera al, delincuente, ni parece que en los países donde ha sido suprimida aumenten los delitos atroces. Entonces, ¿para qué tan odioso castigo?
Los avances racionalistas del siglo XVIII
El siglo XVIII representó, en efecto, un considerable avance en las ideas humanitaristas, que, abandonando la clásica teoría de que el delito era «pecado» y la pena «retribución» por el mal causado, sientan las bases que permitirán introducir factores sociológicos al explicar la etiología del hecho delictivo y fijar la responsabilidad de su autor.
A esta evolución doctrinal siguió un cambio de perspectiva en lo referente a la finalidad de la pena, que ya no aparece tanto como sufrimiento expiatorio, mensurable y proporcionado a la gravedad del hecho, sino como medio de tutela social y recuperación del delincuente. De esta manera, el criterio estático -de responsabilidad -que acentúa el examen de los hechos, va siendo sustituido por el concepto de antisocialidad, derivado de la personalidad del sujeto, a quien se somete a un tratamiento dinámico, es decir, individualizado, readaptador y asistencial. Es la tesis sostenida por los seguidores más cualificados de la Nueva Defensa Social, entre ellos, Marc Ancel, Filippo Gramatica, Pietro Nuyolone, Ivonne Marx, Versele, Pinatel...
Nuestro país ha garantizado constitucionalmente que las penas y medidas de seguridad estarán orientadas hacia «la reeducación y reinserción social» del condenado, con lo que se adhiere a los pactos y al espíritu de los congresos internacionales sobre prevención del delito y tratamiento del delincuente. La ley general Penitenciaria, de 26 de septiembre de 1979, en su artículo 1º proclama con general carácter esa finalidad reeducadora, consecuente, por otro lado, con una tradición penológica humanitarista y liberal: coronel Montesinos, Concepción Arenal, Navarro de Palencia, Dorado Montero, Victoria Kent, Carlos Garcia Valdés...
El artículo 15 de la Constitución de 1978, después de afirmar el derecho a la vida y a la integridad física y moral, proclama la abolición de la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra. Derecho fundamental (título I), cuya revisión está sometida a una serie de prudentes cautelas, entre ellas, la disolución inmediata de las Cortes (artículo 168); aunque, al margen de este procedimiento, debe quedar patente que la abolición de la pena de muerte ha situado a nuestro ordenamiento en la vanguardia de los sistemas jurídicos progresivos.
Pena, sí, pero sin acentuar la retribución o venganza, sino haciendo de ella un instrumento recuperador. Fines, intenciones, que nunca puede cumplir la pena de muerte, por su irreparable negatividad. El posible error es otro argumento a añadir -por sus fatales consecuencias- para la desaparición de la pena aludida.
Estudiar las causas de los comportamientos delictivos
En definitiva, conviene profundizar la investigación criminológica para estudiar las causas y factores del comportamiento delictivo. Una auténtica e imaginativa política de prevención, de carácter interdisciplinar, el reforzamiento, cuando resulte estrictamente necesario, de los mecanismos legales de control, procedimientos ágiles y rápidos, eficacia en el cumplimiento de las sanciones penales, mediante la infraestructura de medios adecuada, han de ser las respuestas que una sociedad democrática debe ofrecer como alternativa general penitenciaria, en defensa de sus fundamentales principios y valores de convivencia solidaria.
Desde esta perspectiva humanista, debemos decir no a la pena de muerte.
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