Sofisticar el lenguaje
En un artículo anterior me referí a la conciencia de la crisis y al sentimiento de desencanto como síntomas de un nuevo pathos de la ambivalencia. Dije que el meollo de la cuestión está en la ambivalencia orden/desorden. Toda racionalización libera caos. Cuando los griegos sofistican el lenguaje matemático descubren el escándalo de los números irracionales. Es desde una determinada racionalidad que se genera un determinado desencanto. «¿Piensas que el mundo es una serie de acontecimientos fortuitos y crueles o crees que hay en él alguna regla de razón?», preguntaba el desconsolado Boecio desde su prisión. Gonfried Wilhelm Leibniz le dio una respuesta un tanto sarcástica doce siglos más tarde: este mundo es el mejor de todos los mundos posibles. Hoy lo planteamos de otro modo: lo racional convive siempre con el caos. Hemos descubierto los límites del lenguaje y el lenguaje de los límites. La otra cara de la forma. «Cómo negar la mitad en sombra de la vida», ha escrito el inmensamente perceptivo Francisco Umbral (Mortal y rosa). Por cierto que Umbral ha presentido desde hace tiempo el nuevo paradigma de la ambivalencia y lo expresa con el uso frecuente de conceptos antagónicos separados por una barra.La ambivalencia y la complejidad requieren un progresivo afinamiento del lenguaje. Hemos descubierto que lo que llamamos desorden no deja de ser un orden distinto del que esperábamos. Ya se sabe que el contenido semántico de las palabras se establece desde un previo marco de referencia. Si barajamos un paquete de naipes y después, al echar las cartas al azar, nos aparecen rigurosamente «ordenadas» según los cuatro palos de la baraja, y de as a rey, nos quedaremos estupefactos: parece increíble que el azar haya producido tanto «orden». Pero más estupefactos quedaremos si un profesor de estadística nos explica que este supuesto orden tiene tantas probabilidades de haber salido como «otro cualquiera». El caso es que cualquier combinación de naipes es un «orden», y nuestra sorpresa por la primera combinación sólo es función de nuestra previa definición de orden. Lo dicho: lo que llamamos desorden es, ante todo, un orden distinto del que esperábamos. Hay que pensar, por tanto, al orden y al «desorden» simultáneamente. O lo que es lo mismo: hay que asumir la pluralidad de «órdenes». Con nuestro hábito de privilegiar a det erminado orden habíamos reprimido su correspondiente desorden, es decir, habíamos reprimido la infinidad de las alternativas; en suma, habíamos reprimido el pluralismo.
Lo que ocurre es que al pluralismo, a la ambivalencia y a la complejidad les tenemos todavía un terror ancestral. De ahí la permanente tentación totalitaria, la tendencia a simplificar, los puñetazos encima de la mesa. Nada, pues, más relevante que la aproximación a un lenguaje más fino y más ligero, más adecuado a lo complejo y a lo plural. Un ejemplo de lo que quiero decir nos lo proporciona el mismo proceso de la lógica y de la matemática. En un principio, la lógica que sostenía a la matemática era una lógica binaria y bivalente: una proposición es verdadera o es falsa. Cuando Riemann y Lobatchevski descubrieron la posibilidad de una geometría no euclideana, resultó que lo que era verdad en una teoría podía no serlo en otra. Las matemáticas entraron en el camino de la axiomatización. Con la revolución axiomáfica se ha podido contemplar el nacimiento de lógicas plurivalentes. El estrecho horizonte binario, que encerraba a toda proposición a ser verdadera o falsa, se ha abierto a otros valores de verdad intermedios. Entre el «es verdadero» y el «es falso», cabe, por ejemplo, el «es posible». Muchos de estos aspectos encuentran su expresión en los llamados «conjuntos borrosos» o también conjuntos ligeros (en inglés, fuzzy sets, en francés, sous-ensembles flous), en los que la pertenencia a un conjunto no es dicotómica, sino gradual. (En España se ha ocupado del tema Francisco Azorín Poch, a quien agradezco el envío de uno de sus trabajos.) En palabras de Lofti A. Zadeh, la teoría de los subconjuntos ligeros constituye «un paso de aproximación entre la precisión de las matemáticas clásicas y la sutil imprecisión del mundo real». Tal vez algún día se pueda construir el software de los ordenadores a partir de una «lógica ligera,». Y lo más probable es que exista una interrelación entre esa lógica ligera y el sistema nervioso central.Necesitamos lenguajes más sofisticados porque los tiempos son hoy mucho más ambivalentes, mucho más hondos y peligrosos que en la Edad de Piedra. Precisamente los viejos tabúes que protegían a los hombres de la Edad de Piedra han sido «indirectamente» levantados por la ciencia. Y los tabúes secularizados (las instituciones) son siempre más frágiles. Hay que cobrar conciencia de que vivimos en la cota superior del caos y de que nuestro juego -por ser el último- es el más arriesgado y el más ambivalente de los juegos. Uno puede, claro está, fingir que vive en la Edad Media o hasta en la Edad de las Cavernas, pero el hecho real es que vivimos en el último estertor de la evolución, en la cresta de la última ambivalencia, y que a poco que uno asuma la complejidad de su tiempo, uno se encuentra a la intemperie, en un terreno inexplorado y virgen donde todo es nuevo, peligroso, apasionante y caótico. Más nuevo, más peligroso, más apasionante y más caótico que en ningún tiempo pasado. Basta con seguir el proceso de las artes. Compárese la Waltanschauung latente en un concerto barroco con la de una pieza de Penderecki. Algo análogo puede decirse en relación con la poesía, particularmente a partir del simbolismo. El elemento no racional de la emoción estética, la sorpresa de los sentidos, se manifiesta cada vez en estado más puro. Las nue
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vas convenciones, las nuevas lógicas estéticas, son cada vez más sofisticadas y, al tiempo, más cercanas al origen no racionafizable. (El lector interesado en este tema podrá consultar las obras de Carlos Bousoño.) A medida que la cota histórica sube, el arte se hace más traumático, más desgarrado, más complejo, más libre, más ambivalente, más cercano al caos.
En mil parcelas de la cultura ocurre lo mismo. Compárese la vida sexual de los animales, reducida a la época de celo de las hembras, con la sexualidad permanentemente despierta de los humanos. Es la culturalización la que nos ha hecho mucho más ávidos de sexo, es decir, de origen. Se podría esquematizar una especie de principio de Arquímedes: toda sociedad secularizada sufre una presión contrasecular (empuje de las fuerzas «originarias» soterradas) proporcional a su grado de secularización. Comparado con el nuestro, el afán de mito del hombre primitivo es insignificante. De ahí la permanente tentación totalitaria e incluso los credo quia absurdum, especialmente en momentos de defasaje cultural.
Todo lo cual explica la característica tensión de las épocas de transición -incluida la nuestra-. Apliquemos una idea mal comprendido del generalmente mal comprendido McLuhan: cada vez que una innovación técnica altera sustancialmente el medio ambiente nace una tendencia a revalorizar un medio ambiente anterior. Cuando Gütenberg destruye la Edad Media inventando la imprenta, reaparece la antigüedad grecorromana; cuando la electricidad ha destruido el siglo XIX, reaparece el mito romántico de la vida arcaica. El propio McLuhan escribió que el mito es el lenguaje que utiliza el hombre primitivo, al verse desbordado por los datos. En este contexto, hoy tendemos a ser hombres neoprimitivos. Hasta hace poco confiábamos en las seguridades de la ciencia; pero cuando la misma ciencia se ha descubierto limitada y paradójica, el hueco reaparece. La atmósfera se ha vuelto «mítica» con la peculiaridad de que esta vez el mito viene acompañado por una lucidez sin precedentes Lo que sucede es que la lucidez se enmascara, a menudo, con un vuelta ingenua al pasado. Así hoy, cuando surge un nuevo paradigma, cuando irrumpe en el escenario cultural la revolución de la informática, de la microelectrónica, de la biología, de la ecología generalizada, de la bioantropología, etcétera, surge también la tendencia a un cierto irracionalismo de tono más literario que científico.
Lo que hay que captar, sin embargo, es la ambivalencia de estos movimientos. En ninguna parte está demostrado que la lucidez y la sofisticación aboquen al nihilismo o a la impotencia. Hay que ser, al mismo tiempo, sutiles y enérgicos, ligeros y originarios. Estoy de acuerdo en que es preciso recuperar la gran tradición subterránea reprimida por el código oficial. Pero no por ello hay que ponerse de espaldas a la complejidad y a la altura de los tiempos. Hay que recuperar la zona oscura, el misticismo, lo transhistórico, el hermetismo, el ocultismo. Pero al mismo tiempo hay que prolongar el glorioso rito de la ciencia y del lenguaje formal. Hay que ser a la vez primitivos y sofisticados. Esta es la respuesta, me parece, al gran reto de la época. Recuperar la energía y sofisticar el lenguaje. Al fin y al cabo lo que llamamos realidad es el resultado del lenguaje.
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