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Las imágenes vulgares de las lenguas

La moderna complicación metodológica de las ciencias lingüísticas, su tendencia a la precisión y la apertura de sus horizontes, no flan borrado un viejo prejuicio de seculares raíces que contrapone la consideración sincrónica y la diacrónica de las lenguas. Del lenguaje y de cada una de las lenguas. Los fonólogos y gramatólogos, aferrados a la aparente exactitud de la legalidad de las sincronías, practican el desprecio por los etimólogos e incluso por los lexicógrafos. Todo cuanto roza la diacronía y el terreno más viscoso de las hipótesis históricas les parece dudosamente científico. Los sincronistas han adoptado el orgulloso disfraz de ingenuidad y exactitud que tradicionalmente lucen los matemáticos. Lo que limita mucho su discurso, según se observa inclusa en los clásicos. La lectura de Bloomfield, por ejemplo, por debajo del sentimiento de admiración que va despertando el talento del autor, siembra la constante irritación que desprende la imagen del inglés como una lengua intemporal sin antepasados ni parientes. Y eso ocurre no sólo con muchos lingüistas contemporáneos, sino con filólogos que estudian problemas de lenguas particulares y menos modernamente universales que el inglés. Todos los lectores aficionados a la lingüística y a la filología deben tener esa impresión y están habituados a ella. El partidismo entre el presente o por la historia forma parte de la singularidad de esa esquina de las humanidades.Esa contraposición, en términos no científicos, es muy patente, me parece a mí, entre las gentes corrientes, simplemente escolarizadas, cuando hablan de lenguas, por cualquier motivo, generalmente con pretextos políticos o cuando se refieren, sin nombrarlo, al lenguaje. Las gentes que han pasado por la escuela, y en ella, bajo la rúbrica de ciencias del lenguaje, han aprendido básicamente ortografía y gramática, se quedan para siempre con la confusión entre lengua y lengua escrita. Les queda en el subconsciente la idea de que el lenguaje y la lengua, la propia, son la misma cosa y no otra que un texto alfabético con una relación poco clara con su habitual elocución. Piensan en la lengua, que más bien llamarán idioma, exclusivamente en términos de corrección e incorrección, y para el resto de sus vidas no la oyen como tal lengua, la ven, con sus signos mudos y sus disparates ortográficos. La educación media no es probable que modifique esa idea pintoresca de la lengua, más bien esa imagen, excepto si se pasa por el aprendizaje del latín o de otra lengua muerta, es decir, excepto si se introduce un término de reflexión habitual acerca de la diacronía de la lenga propia, perdura. Y, por supuesto, una educación superior no específicamente humanística no modifica esa constante imaginativa. Ilustres ingenieros, sabios biólogos y médicos de mágicos prestigios arrastran de por vida esa imagen especular del lenguaje. Ese asunto se ha agravado probablemente desde que una pedagogía pragmática y estúpida ha desplazado las disciplinas clásicas de la educación secundarla en casi todos los países occidentales.

La limitación en cuanto a las imaginaciones del lenguaje de las gentes escolarizadas no la padecen, por supuesto, las analfabetas. Confusión entre lengua y naturaleza es mucho menos grave que confusión entre lengua y lengua escrita. La mayor parte de nuestros bisabuelos, si eran gente del campo, establecían con dificultad relaciones imaginativas entre el hecho de hablar y las letras de las lápidas en el suelo de las iglesias, en el supuesto de que no tuviesen contacto con otro tipo de textos. Y no sabían que los notarios, a los que alguna vez tenían que acudir, hablaban por escrito. Probablemente los latines del cura les parecían parte de una ceremonia gestual, vinculada a la teatralidad del vestuario y del lugar donde se pronunciaban. Esas gentes -y las que como ellos hayan sobrevivido al progreso- no se preguntaban por la corrección del lenguaje. Su lengua era naturaleza -era sentida como tal- y no tenía modelos. Como naturaleza, tenía biología, y la diaeronía -que no tenían por qué saber nombrar- era la condición natural. Podrían haber dicho frases como: «A esto, en cambio, mi abuelo le llamaba ... », con el sentimiento de que tan bueno y legal era el nombre que usaba el abuelo para la cosa en cuestión como el que él mismo le daba. Y hasta podía intuir por qué la cosa había cambiado de nombre o el nombre de morfología. Si alguien hubiera injuriado su habla, su lengua, o como él la llamase, hubiera pensado en su,abuelo, no porque la lengua de su abuelo fuese modélica, sino porque el hecho de que su abuelo la hablara era una especie de fe de vida de su lengua.

La imagen especular, la de los escolarizados no particularmente sensibles al hecho lingüístico, da lugar a disparatadas calificaciones políticas de las lenguas. A ese género de disparates pertenece el uso despectivo del término dialecto. Los hablantes de una lengua imperial motejan sin otra razón que el desprecio de dialectos a las lenguas políticamente subyugadas. Los anticatalanistas de toda la vida llaman dialecto al catalán -nunca se han preguntado de qué lengua principal sería el catalán dialecto- para humillar a los que lo hablan. Y conozco a fonetistas que consideran una incorrección, un defecto, la tendencia a distinguir la b de la v, presente en los catalanohablantes por contagio de su lengua natal, simplemente porque al haberse perdido esa diferencia en la mayor parte de las áreas del castellano, y claramente en la supuestamente central, ya no es norma de corrección, ya no es modelo. Y los valencianos valencianisias hacen cuestión política de la arbitraria transcripción ortográfica de ciertas modalidades fonéticas de su dialecto catalán. Son infinitas, en fin, las derivaciones de una falsa imagen de la lengua impuesta por una instrucción incompleta en materia de lenguaje. Los campos ensayísticos de nuevas ramas de las humanidades, como la psicolingüística y la sociolingüística, son inmensos, y están llenos de sugerencias. Y son campos en los que se agazapan problemas de importancia nada desdeñable en las cuestiones de la convivencia humana. Recientemente, en un lamentable manifiesto sobre supuestos problemas de discriminación lingüística en la Cataluña autonómica, firmado por un grupo de intelectuales, mayoritariamente docentes, se tilda al castellano de «la lengua de Cervantes». A los firmantes les debe parecer que esa frase encierra el compendio de todas las noblezas de una de las lenguas vivas más hablada en el planeta y más trabajada por la invención y las literaturas. Esa frase me parece emblemática de esa torpe imaginación «escolar» a la que me vengo refiriendo. De la confusión entre lengua y lengua escrita, y entre lengua escrita y modelos literarios. Una idea que estaría en evidente contradicción con la convicción del autor de El Quijote de que no escribía en la lengua común, sino en la lengua personal de don Miguel de Cervantes, afanosamente constituida a base de oído y lectura, de gusto por el habla y de latines. En un inteligente artículo de réplica al citado manifiesto, el poeta Jaime Gil de Biedrna aseguraba no tener la sensación de escribir tanto en la lengua de Cervantes como en la de Emilio Carrere y Corín Tellado, que, por supuesto, no son sus más cercanos modelos literarios. Es esa, me parece, una seria cuestión.

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