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Diez semanas

Cuando el 24 de febrero, tras dieciocho horas de secuestro, salían los diputados a la calle entre hileras de guardias civiles -como las imágenes religiosas en las procesiones de Semana Santa-, el espectáculo no tenía la grandeza velazqueña de la rendición de Breda, sino que, al contrario, era una premonición de lo que en realidad representaba aquel último y deliberado gesto de insulto al Conareso perpetrado por unos extremistas. Verdaderamente, la rendición parecía ya entonces al revés, pues mientras los asaltantes, todavía armados, aparentaban ser los vencedores, los diputados, cabizbajos, asemejaban ser los rendidos.Los hechos iban, durante las semanas transcurridas desde entonces, a confirmar los temores. La libertad de 209 asaltantes, o sea casi la totalidad de ellos; la rápida liberación de 51 arrestados, seguida de la de trece suboficiales y números que habían sido protagonistas destacados en el secuestro, ya que dispararon sus metralletas o condujeron los autobuses que trasladaron los rebeldes al Congreso, el disparatado artículo del teniente coronel Tejero, osando dar lecciones de patriotismo, su jactancia, sus moquetas y sus manjares; su mismo atrevimiento al querellarse contra el director de un periódico y hasta la provocación de los visitantes que le regalan placas aludiendo a su patriotismo y objetos de dudoso gusto haciendo mención a su virilidad, ¿para qué seguir con más detalles escabrosos que rozan la pornográfica política? ¿No hay en ello acaso una apología de la rebelión?

Pero dentro del Congreso el panorama no es mejor. La aprobación, por abrumadora mayoría, de una ley bautizada en principio con el rimbombante nombre de defensa de la Constitución cuando, a mi juicio, pone en peligro la libertad de expresión defendida en la Constitución; las leyes que regulan los estados de sitio. alarma y excepción; la ley llamada de armonización de las autonomías; la ofensiva, aún no terminada, contra una moderada ley del divorcio; el intento de procesar a un diputado por pretendidos insultos a determinado estamento militar mientras se disimulan los verdaderos insultos al Rey, a la Constitución y a los representantes del pueblo; todas estas leyes y todos esos actos, más otros que es preferible callar por ahora, forman un conjunto homogéneo nada tranquilizador y de un indiscutible tono involutivo. ¿Será una democracia vigilante, o más bien una democracia vigilada?

El juez especial del Consejo Supremo de Justicia Militar, señor García Escudero, consejero togado, ha dirigido un escrito a los diputados rogándoles amablemente que en caso de que hubiesen sido testigos de algún hecho presuntamente delictivo o que, por el contrario, pudiese servir en descargo de algunos de los componentes de la fuerza armada que ocupó el Congreso los días 23 y 24 del pasado mes de febrero, lo pongan en conocimiento de dicho juzgado. Yo pienso dirigirme a él, aun siendo difícil airear algo nuevo tras la avalancha de información sobre los sucesos. Me permito adelantarle ya que desde la irrupción violenta de los secuestradores en el salón de sesiones hasta su salida, dieciocho horas despúés, el tono aírado, amenazador y coercitivo resultó de rigor. Las frases iniciales del que parecía ser el jefe de la operación fueron de grave coacción y seguidas de numerosos disparos que causaron desperfectos que alguien tendrá que pagar, y no debiera ser precisamente el contribuyente. El propósito evidente de los asaltantes era el de sembrar el terror entre los diputados y ministros, para lo cual los uniformados funcionarlos de la Seguridad, alzados en rebeldía contra el Gobierno y el Parlamento, hicieron alarde de usar sus metralletas y sus fusiles y, poco después, ordenaron que se tirase la gente al suelo, mientras sus ráfagas baleaban cornisas y balcones de las tribunas y hacían añicos las lámparas y focos de la iluminación televisiva, El que parecía ser el funcionario más importante de los comandos sublevados deseaba obviamente infligir una humillación pública al Congreso, poniendo en ridículo a la clase política, al sistema democrático y a los órganos máximos de la Constitución. Ni por un momento dejó de manifestar su desprecio a los representantes populares secundado en ese talante por sus inmediatos colaboradores. Dos frases como ejemplo son significativas: «Quítate de ahí», dirigida con desprecio inadmisible al presidente del Congreso, y «Yo no dialogo», contestación a un diputado. No eran, efectivamente, amigos del diálogo ni de la lectura.

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La actitud de los asaltantes durante la tarde y la noche fue pródiga en numerosos incidentes que revelaron un odio y una animosidad tan intensos que sólo podían explicarse como resultado de una intoxicación ideológica doctrinal de larga incubación. Formaban una banda armada de funcionarios del Estado fanatizados hasta la enajenación contra la totalidad de los miembros del Parlamento por el mero hecho de serlo. Las ridículas humillaciones impuestas a los secuestrados durante el encierro alcanzaron cotas altísimas. La obligación de poner las manos en el borde del escaño como a la espera del palmetazo del maestro-, la prohibición de conversar, tomar notas o leer; la imposibilidad de ingerir alimentos o de salir del escaño, y las grotescas operaciones de reglamentación urinaria para las señoras y señores diputados, fueron otras tantas manifestaciones de intransigente brutalidad y de saña incivil.

Los momentos finales del episodio merecen también ser recordados como ejemplo de la insolencia demostrada por estos comandos incontrolados. A raíz de un supuesto pacto escrito del que sólo se ha tenido conocimiento por un facsímile publicado en una revista de predominio nudista parece que se llegó a unas condiciones de evacuación de la tropa ocupante. Parece que entre ellas figuraba el que los diputados salieran de su propio edificio, es decir, del Congreso, en silencio absoluto. Y también que los asaltantes, conservando y esgrimiendo sus armas, formarían a un lado y otro de] cortejo saliente y a lo largo del pasillo central. Y así ocurrió, en efecto. Parecía -lo he dicho ya- una rendición al revés. Una rendición del Parlamento a los sublevados.

No, no tiene razón el general Armada cuando afirma que «es un asunto militar y lo hemos de resolver los militares». Se trata de un asunto civil, una detención ilegal de los representantes del pueblo por unos funcionarios pagados y armados por el Estado. Contiene toda clase de agravantes. Es. en pura lógica, un asunto que hubiera debido comenzar a tramitarse en el juzgado de guardia.

A las diez semanas del secuestro ignoramos todavía qué es exactamente el colectivo Almendros y qué papel jugó en el golpe que eI Rey y el Ejército sano impidieron pasara a mayores. Muchos desearíamos percibir muestras de fortaleza en nuestra democracia, que el pueblo ratificó otra vez manifestándose masivamente en la calle. Las Fuerzas Armadas respetan la energía y desprecian la debilidad. Aplíquese, pues, aquella y rechácese la fácil tentación de una bondad que asemejaría cobardía.

Y si se me permite decirlo, aunque sea entre paréntesis, en lugar de ese aparatoso despliege de medidas de seguridad que causan molestias a los ciudadanos de a pie, irritan a los automovilistas y pueden llegar a hacer impopular el Parlamento, procúrese que quienes tienen a su cargo la seguridad de los diputados sean eficades. Y sobre todo que sean seguros.

Antonio de Senillosa es diputado de CD por Barcelona.

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