El desencanto domina la celebración del sépimo aniversario de la revolución portuguesa de "Ios claveles"
El 25 de abril de 1974, la más vieja dictadura de Europa fue derribada estrepitosamente por un puñado de oficiales sorprendentemente jóvenes, simpáticos e ingenuos.Para el mundo entero fue una cuestión de honor saludar el restablecimiento de la democracia en Portugal, a pesar de las muchas preocupaciones que la transición portuguesa hacia la democracia despertó rápidamente en la clase política internacional.
Abril en Portugal era, para una opinión democrática aún traumatizada por las imágenes del septiembre chileno, una especie de exorcismo. La «revolución de los claveles», con las flores en los fusiles y su ambiente de feria popular, dio la vuelta al mundo.
Siete años después, la nota dominante es seguramente el desencanto; pero, curiosamente, la exaltación de las primeras horas de la revolución sobrevive, a los dos extremos del abanico político bruscamente abierto por la caída de la dictadura, bajo la pluma de aquellos que vituperan el 25 de abril de 1974.
Hay acentos curiosamente parecidos en la rabia y la frustración de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Nada mejor que algunas citas para demostrarlo: «Una vez más, se asiste al panegírico de una revolución que, por la traición de algunos y el oportunismo de otros, se transformó en una gran tragedia nacional con el execrable crimen de la entrega del ultramar portugués a una potencia extranjera que redujo la gran nación que fuimos a un pequeño espacio peninsular, sin recursos naturales, donde se implantó el desorden general y la degradación social» (O Día, extrema derecha).
En el semanario de izquierda O Jornal se denuncia a «los vampiros del 25 de abril» y el prolongamiento más allá de esta fecha «de un ciclo nacido bajo la inquisición y terminado bajo la PIDE (policía política del antiguo régimen) de heroísmos y de humillaciones, de guerras y de emigraciones, de oscurantismos y de golpes de genio, de sotanas y de uniformes, de espadas y de napalm, de censuras y de fanatismos».
No es seguramente la batalla de los comunicados, de las declaraciones contradictorias, de las acusaciones mutuas, trabada por los principales partidos políticos, en ocasión de las conmemoraciones de este año, la que convencerá a los «coléricos» y a los desencantados. Peor aún: puede reforzar el natural fatalismo y la tendencia a la autoflagelación de una buena parte del pueblo portugués, dando crédito a estas afirmaciones de Fernando Pessoa a propósito de otra revolución, la de 1910: «Somos incapaces de rebelarnos. Cuando hicimos una revolución fue para implantar otra cosa igual a la que había. Manchamos esta revolución por la blandura con que tratamos a los vencidos. Fue un gesto infantil, superficial y fingido» (Diario, abril de 1915).
No es fácil analizar cómo se llegó a esta situación, y seguramente, como dice el teniente coronel Víctor Alves, portavoz del Consejo de la Revolución, uno de los «capitanes de abril», falta a todos distancia histórica para medir objetivamente el alcance del acontecimiento y de la evolución posterior.
No se puede tampoco minimizar los esfuerzos que muchos, desde el puesto de responsabilidad que ocupan en el régimen democrático, van a hacer hoy para defender las virtudes y las potencialidades de la democracia para resolver los graves problemas nacionales.
El Gobierno anuncia una serie de medidas en los más diversos sectores y solemniza algunas inauguraciones de obras importantes. En el Parlamento, mayoría y oposición dan inicio al proceso de revisión constitucional. Las fuerzas armadas reafirman su compromiso de respeto de las instituciones democráticas y de la soberanía popular. Si las iniciativas son separadas, y a veces contradictorias, hay una convergencia sobre lo esencial.
Tal vez el desencanto no sea más que una reacción pasajera emotiva de aquellos que se obstinan en confundir sus sueños con la realidad. Lo cierto es que la defensa del nuevo régimen necesita urgentemente encontrar el tono y el ritmo justos.
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