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Pan y chocolate

Entre los numerosos cambios en el régimen de alimentación que van jalonando la vida de un hombre, la supresión de la merienda tiene lugar en un momento muy particular, cuando se decide la constitución definitiva de su paladar. En la clase estudiantil -la que luego formará los cuadros profesionales e intelectuales del país- se produce, por lo general, al fin del bachillerato, coincidiendo con el cambio de ámbito, del colegio a la universidad, el cambio de horario y, hasta el cambio de amistades, costumbres. Aquel pan y chocolate que unos llevaban envuelto en papel de plata para ingerirlo por la calle a la salida de clase, que otros degustaban en casa, acompañado de un tazón de leche, constituía tal vez el más frágil eslabón de la cadena con que un orden doméstico sujetaba al joven hasta en los más nimios detalles y el más ostensible testimonio de una prolongada sumisión, aun cuando, por alguna vía clandestina, ya se hubiera iniciado la rebelión. Con el gusto del chocolate en la boca se paladearon tanto las páginas de Verne y Stevenson como las zozobrantes lecturas de las novelas prohibidas, escondidas bajo el colchón, y más de un bocadillo tuvo que ir derecho a la papelera pública ante una primera aventura callejera para la que no se conciliaba bien aquel vestigio de infantilismo con el talante hombruno requerido para ella.Al pan y chocolate sucedieron las cañas y las tapas en la barra, en el mismo momento y por la misma ley fisiológica que llevó a trocar a Verne y Stevenson por Kafka y Hemingway, pongo por caso. En éste, como en cualquier otro cambio de paladar no hay vuelta atrás y el regreso del abuelo a la papilla no será sino otro síntoma más de su próxima extinción; que yo sepa a ningún adulto se le ocurre lamentar la pérdida de la pastilla de Louit, a no ser que en un momento de melancolía se sienta llevado a evocar horas más venturosas de su vida, porque si de verdad le tienta no tiene más que arrimarse al colmado donde nunca ha dejado de estar a la venta la libra de chocolate, a un precio muy razonable.

Un considerable sector de las letras españolas y, diré más, uno de los sectores hasta hace poco más dinámicos y estimulantes, buena parte de una generación que al friso ahora de los cuarenta años, más que cualquier otra da el tono cultural de un país que afortunadamente carece de grandes glorias- ha decidido (desde hace el suficiente tiempo como para atribuir al fenómeno el carácter de una corriente, algo más que una moda para la próxima estación) volver a cantar las delicias del pan y chocolate, acaso con el firme propósito de poner en circulación esa clase de merienda cultural. Esto es que, para animar una fiesta que no está resultando tan divertida como se prometía, vamos a tratar de arrebatarnos todos de nuevo con las novelas de princesas y abordajes; o para los que pasaron al siguiente escalón, con los policías y ladrones; o para aquellas almas más serenas -y metidas en su rincón, alejadas del bullicio-,- con esa enésima traslación de Manon al barrio del Niño Jesús o a la calle Entenza que el infatigable Jueves Fémina literario nos brinda una semana en Madrid y otra en Barcelona. Acaso por todo eso -y para marcar las diferencias- tanto poeta español de hoy sueña con volver de Itaca, o en volver a Itaca para poder volver de Itaca.

Se dirá, como es de rigor, que nada le sienta mejor a la cultura que los aires nuevos y que su mejor virtud reside en la convivencia de muy diferentes géneros, modas, corrientes y actitudes; que ningún autor quita el sitio a otro y que en todo momento es preciso conformarse con lo que el país produce de manera espontánea. Todo eso está muy bien pero nada añade a la evidente falta de tono de la cultura española de hoy que, tras la desaparición de la dictadura, parece haberse concedido unas prolongadas vacaciones en las que recuperar el aliento consumido tras los largos años de lucha. ¿O será que su disposición a la lucha era el mejor exponente -quizá el único- de su dignidad?

La rápida deshidratación de la cultura politizada no parece ajena a este retorno a la cultura adolescente. Se diría que el autor español -de lo que sea- le ha cogido un poco de miedo a eso de embarcarse en una manera de pensar, y sobre todos planean las sombras de tantas ideologías desacreditadas. Se diría también que la retirada de la ideología ha dejado el escenario tan desierto que para ocupar el momento -en espera de otra ola de artistas serios, de primeras figuras- han salido los teloneros, o sea, las princesas, los abordajes, los Maigret y Manon de barrio. Pero me parece a mí que también en esa vuelta al pan y chocolate hay un trasfondo que va más allá de la renuncia a la seriedad cultural y se inserta en el fundamento económico de toda moda. Sin duda, la crisis económica y el ejemplo de ciertos artículos culturales sobre los que se montan negocios muy considerables (o que tan sólo suponen a sus autores beneficios poco usuales) han llevado a muchos a pensar sus obras en «términos de mercado», como ahora se dice en la jerga de los ejecutivos. Antiguamente, el último considerando que intervenía en la elaboración de una obra creativa de cierta entidad, era su aptitud para ser vendida,y si gozaba de ella bien podía atribuirse a su poder intrínseco para arrastrar a un público poco menos que cogido de sorpresa por su novedad. Hoy se han vuelto las tornas y el público -o el mercado- es el que manda en la mayoría de los casos, tanto para desarrollar un esfuerzo industrial y económico de una cierta cuantía (como es el caso de una producción cinematográfica o una edición de gran lanzamiento), cuanto a la hora de embarcarse en una aventura individual que puede llevar mucho tiempo.

Qué duda cabe de que tal inversión contribuye a una doble degradación del producto cultural: en un primer orden, la obra que se inserta de manera decidida en una demanda y un gusto dados de antemano deja en buena medida de ser «creativa», y al no apartarse un ápice de una dieta formada por unos cuantos ingredientes fijos, poco a poco convertirá al paladar en un instrumento que admite -sin degustar- lo conocido y rechaza lo nuevo; de ahí la segunda depravación, más grave si cabe que la primera por cuanto atenta a la función primordial de toda iniciativa creadora: pues si pierde su poder de incidencia para abrir en el público un nuevo cauce a su sensibilidad y un mayor horizonte de su entendimiento, no lo deja como estaba, sino que aún lo retrae más en sus propios hábitos. La cultura es un arma de doble filo y no opera en una única dirección culturalizante; antes, al contrario, si la cultura es pobre, no hace sino incrementar la pobreza y el embrutecimiento.

Por eso parece de cajón que en toda iniciativa cultural debe estar implícito un cierto esfuerzo para llevar al mercado alguna novedad, para arrancar al público en alguna medida de sus costumbres e introducirle en un terreno inexplorado. Para el presunto creador, el público adolecerá siempre de una cierta minoría de edad y su mejor virtud reside en la avidez por todo lo que no se ha probado; pero esa avidez no sólo se enfrenta con el apego a lo conocido desde siempre, sino con la maternal resistencia de una cultura metalizada -un adjetivo que ya no se usa como antes, que ahora se reserva a ciertas pinturas- que a todo trance trata de mantenerlo sujeto a los hábitos de la primera educación.

Son pocos los que en España forcejean hoy con el público para imponer nuevos gustos y tal renuncia cobra hoy su mejor expresión en esta desdichada e innecesaria vuelta al pan y chocolate. Para ganar su favor, el autor ha decidido contentar al público, darle lo que quiere; a despecho de transformarle en el niño orondo y sonriente en que se convertía el otro famélico y llorón, tras la ingestión de un tazón de Elgorriaga, y aun cuando su organismo con semejante dieta no esté sino gestando toda la abyección de aquel cortesano de Luis XIV cuya bajeza de alma la atribuía Saint Simon a haber sido «nourri au chocolat».

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