Carta a un amigo escandalizado
Querido F.:He leído con el lógico interés, por venir de quien viene, la carta bastante escandalizada y hasta un punto irritada que me envías comentando mis intervenciones públicas de los últimos meses, en particular las posteriores al 23 de febrero. Creo que debo darte una explicación, y ese «debo» no responde en modo alguno a afán de justificarme (como bien sabes, me enorgullezco de ser injustificable) ni tampoco a un apremio de desahogo biográfico, que, dado lo estrechamente que me conoces, sería superfluo o aburrido: sino que se trata más bien de permanecer fiel a esa vocación de total explicitud que debe caracterizar, a mi juicio, a quienes hemos elegido la teoría crítica, renunciando con pesar (por el momento) a la poesía y a la mística. Si no te he comprendido mal, tus alarmas o reproches pueden resumirse en tres puntos: en primer lugar te molestó verme entre los firmantes del documento de apoyo a la democracia y la Constitución, pues es una actitud que te parece contradictoria con la posición abstencionista «oficial» que he mantenido hasta ahora en todas las llamadas a las urnas de estos años, y porque piensas que esta democracia derechista, represiva, clerical y organizada por y para franquistas arrepentidos no merece apoyos cómplices; en segundo lugar, te pasma mi vehemencia antigolpista y los pujos de regeneracionismo posibilista que me aquejan, como si hubiera olvidado que nuestro conflicto es contra el Estado y no contra esta o aquella forma edulcorada o brutal de Estado, dado que, a fin de cuentas, todas vienen a ser iguales, y nuestra vida -la vida que queremos rescatar de la muerte institucional vigente- transcurre tan lejos de los tricornios vociferantes como de los parlamentarios agachadizos; por último, piensas que no es papel propio del filósofo tomar partido o bandería política ni andar amonestando al personal con reconvenciones moralistas (y, por ende, ineficaces), residuo infantiloide de pasados izquierdismos universitarios o, aún peor, afán de figurar sea como sea en el candelero de la actualidad, entre el espeluznante Haig, el bigotudo Walesa, la calipigia señora Thatcher y el Papa errante. Voy a intentar responderte en el orden debido a estas tres facetas de un mismo escándalo.
Respecto a tu primer punto, debo reconocer que esta democracia no me gusta ni un pelo y me va gustando cada día menos, porque en cuanto contenidos efectivos de libertad el invento se parece más a la piel de zapa bálzaquiana que a las habichuelas mágicas por las que Juanito trepó hasta el cielo. Todo retrocede: se habla de cerrar periódicos «sediciosos», de apaños electorales que dejarán fuera a los representantes autonómicos y los sustituirán por muñecos de ventrílocuo movidos por los partidos centralistas, de socialistas que se sacrifican para ser más centro que el centro, mientras el centro corre jubiloso hacia la derecha, que es su lugar natural, y los obispos, hechos un lío, van a terminar a la izquierda de todo el mundo diciendo lo mismo que decían cuando ocupaban el ala diestra. Mientras tanto, el señor Ballesteros descubre que todos los miembros de Herri Batasuna pertenecen a ETA Militar (¿por qué no todos los vascos, para acabar antes?), ya que, si pueden ayudar a un etarra, lo hacen, lo que viene a ser tan convincente como si alguien dijera que todos los policías son torturadores porque, si se enteran de que un policía tortura, le encubren. Y del proceso a los señores militares y señores civiles que nos dieron el golpe, ustedes no saben gran cosa, y yo, menos, salvo que a Tejero le pagan ahora los centollos como ayer le pagaron los autobuses; hay quién nace con suerte. Y claro, en la débâcle general yo tampoco sé ya si soy de los nuestros. ¿Cómo voy a saberlo, si, por un lado, se me considera energúmeno de la izquierda y, por otra parte, sólo reconozco puatos de vista semejantes a los míos sobre la actualidad en los artículos de Antonio de Senillosa o José María de Areilza? No voté la Constitución, ni a ningún partido, ni siquiera al alcalde, porque durante los primeros años de democracia aún creí que había la posibilidad de fórmulas de participación política más autogestionarias que el parlamentarismo, grupos de acción marginal o sectorial no comprometidos con la visión de Estado de nuestros inefables líderes de izquierda, y que era preciso apoyarlos todo lo posible, robando protagonismo al espectáculo del hemicirco famoso. La experiencia española podía haber sido algo nuevo, incluso lo fue en algunos momentos y en ciertos lugares, pero después el pactismo antipopular y desorientador de la izquierda, junto con la presión de los crecientemente envalentonados poderes fácticos, acabaron de normalizar la situación hacia la peor de las conjeturas posibles: el paternalismo carismático de la imagen monárquica, la involución autonómica y el golpe militar interiorizado... y, exteriorizado. Pues bien, si no hemos sabido o podido obtener otra cosa, habrá que aferrarse a la última posibilidad que queda, la posibilidad democrática de autocorrección, que es la promesa, más frágil y más estimulante de la democracia. Porque ahora, llegados al punto más bajo de ilusiones y expectativas desde la muerte de Franco, apoyar la democracia y la Constitución no es extender un certificado de salud política a lo que hoy tenemos, sino mantener expedito y válido el cauce para cambiarlo. No puedo hablar por Ios restantes firmantes de ese documento, pero por mi parte mi adhesión no significa en modo alguno apoyo a la cristalización efectiva de la democracia que padecemos, sino confianza en la aplicación cada vez más intensa y radical del principio democrático para obtener algo distinto. No refrendo la democracia que tortura, ni la de Tejero, los obispos, Ballesteros y Calvo Sotelo, Carrillo el abanderado y Felipe el sociocentrista; sostengo la posibilidad democrática de vernos libres de todos ellos recurriendo a las reservas de libertad que se han bloqueado cuidadosamente desde que comenzó el proces. posfranquista, reservas implícitas en el proyecto democrático y explícitas en buena medida en la propia Constitución. ¿Que es muy difícil lograr tal propósito? Tampoco parece que tengamos tantas alternativas prometedoras a mano. Quizá hace cinco años pudo esperarse otra cosa; hoy no queda nada mejor que esto o dejar cancha libre al totalitarismo.
Como respuesta a tu segundo bloque de objeciones, te reitero. para comenzar, mi perspectiva radicalmente hedonista de la vida. Ya sé que nuestros mayores nos repetían que este mundo es un valle de lágrimas y que no hemos nacido para refocilarnos en los placeres, pero yo nunca me lo he creído del todo. También recuerdo, con el tango, que «el siglo XX es un prodigio de maldad insolente», pero lo cierto es que no añoro las calesas tiradas por ecológicos corceles ni la dichosa alfarería rural desaparecida a causa de los dominantes apremios de la industrialización. No creo que todo lo real sea una espeluznante pesadilla organizada por algún diabólico demiurgo político (llámesele Estado, Poder o como sea) para cortarles la digestión a unos felices seres más o menos andróginos que triscaban por el prado materno quién sabe cuándo, fuera del tiempo, de la razón y libres del «dolor y la paciencia de lo negativo». No detesto en modo alguno las obras de los hombres, ni abomino de los frutos del arte, de la industria o de la astucia política: todo lo contrario, me gustan y me interesan. Por eso, precisamente, creo que pueden ser mejorados y me parece apasionante la tarea de echar una mano en la tarea de fabricar orden y sentido, comunidad y símbolos, comodidades, diversiones y mitos. La aventura conspiratoria y mágica que dio origen a la concentración de poder separado estatal fue tan exaltantemente racional y humana como lo es ahora la vocación de superar la desigualdad de poder y aspirar al auténtico reconocimiento en el otro y no simplemente del otro, como sucede en la sociedad jerárquica. La perspectiva de ir más allá del Estado surge de las posibilidades abiertas por el propio Estado y ni es un salto al vacío ni una vuelta atrás. Tampoco es algo repentino como el Santo Advenimiento, sino una empresa tanteante, laboriosa y gradual. Mientras llega el día, más vale confiar en la razón y el propio interés bien ilustrado que en el sufrimiento purificador. No es cierto que todas las situaciones estatales sean aproximadamente idénticas: todo Estado es represivo, pero no es lo mismo vérselas con Pinochet que con Margaret Thatcher; el poder siempre manipula ideológicamente al ciudadano, pero no se es igualmente esclavo en la URSS que en Dinamarca. Aquí rebuznarán los de «cuanto peor, mejor» (corolario: «hemos venido al mundo a sufrir») y los de «es preferible que el poder se desenmascare a que siga perfeccionándose insidiosamente». No dudo que los tres minutos que preceden a una ejecución capital deben enseñarle al reo más sobre la naturaleza del estado que varios cursos de ciencia política, pero no quisiera comprar la lucidez a tan alto precio; por la misma razón, prefiero vivir en un país donde el control estatal sea más insidioso que en otro que me agreda con su terror al desnudo. Si es cierto que los mecanismos de control estatal se van haciendo más sofisticados, busquemos medios aún más imaginativos y sutiles para luchar contra ellos, en vez de suspirar por la dichosa nitidez traumática de la edad de piedra. Quien desdeña la importancia política de las concesiones formales del Estado no ha entendido el sentido de las luchas antiestatales de los últimos doscientos años y contempla los esfuerzos históricos de los hombres por su liberación con la óptica guiñolesca de garrotazo y tentetieso; tampoco anda demasiado atinado, por cierto, quien las confunde ya con el reino efectivo de la concordia que teóricamente prometen. Me importa y mucho que un tejerazo abierto o solapado se imponga en el país, porque iría contra lo que hago, prohibiría lo que me gusta y perseguiría aquello en que creo. Como prefiero pasarlo regular que fatal y como prefiero seguir activo y moderadamente descontento que dedicar mi ocio forzoso a maldecir reiteradamente lo real (conozco a muchos que no hacen otra cosa, y suelen aburrirme), acepto ser cómplice crítico de aquello que me parece un mal menor.
Y, por último, lo tocante a si el filósofo debe «mancharse» con amonestaciones moralistas en la Prensa o acogerse al distanciamiento altivo y digno del estudioso. Aquí poco cabe decir, pues se trata, a fin de cuentas, de una opción tan privada como la masturbación. Cada cual ha de escoger su camino, que a veces le puede llevar a dolorosas renuncias. Un pensador de primera (categoría especial «A», con distintivo blanco) como el profesor Benjamín Oltra siente ante mis «estentóreos regüeldos» el más «conspicuo de los tedios»; por su parte, él sacrifica sus todavía inéditas dotes de originalidad, amenidad y perspicacia analítica para adoptar el disfraz de nulidad descerebrada con el que engaña a los que no le conocen a fondo, a fin de no aumentar la intoxicación ideológica del país. Pero, incluso a tan abnegado sabio le vienen tentaciones pontificales y no ha podido resistir la de firmar junto a los otros profesores castellano-hablantes injustamente damnificados por la existencia de la lengua catalana; quizá esto quiere decir que se pasa a la lucha ideológica, por lo que debemos permanecer atentos a sus futuras proclamas: ¡la noche se mueve! ¿Es vanidad lo que me hace a mí ser menos reservado? Pero ya Mandeville nos enseñó que hay vicios privados que aciertan a convertirse en virtudes públicas. Ya sé que mucho filósofo mondain de hace unos años se siente ahora Heidegger antes de tiempo, quizá picado por el declive de esa popularidad de la que se reniega en cuanto se pierde. Por mi parte, el camuflaje olímpico no me va, ni por ahora se me ha hecho necesario. Sigo creyendo que la voz de quienes no están encuadrados en las opciones políticas vigentes todavía tiene interés y presencia; que yo sea probablemente un mal moralista no quita que alguien deba reivindicar la baza moral frente al oportunismo político: en cuanto llegue el que lo haga mejor, prometo retirarme. Aquello que nos predicaron los Adorno y los Marcuse, los situacionistas o los Castoriadis no se me ha quedado aún tan pequeño como el traje de primera comunión, quizá porque no he crecido demasiado desde el año 1968: de todas formas, los uniformes que me proponen ahora tampoco acaban de resultarme cómodos. Temo estar destinado a seguir escandalizando, aunque quizá no tanto tiempo como aquel otro entrañable estentóreo, el querido y añorado Bertrand Russell. Cuando le detuvieron, a los 93 años, por una sentada anti-Vietnam en Trafalgar Square, eljuez le reprochó: «¿No le da verguenza, a su edad, ser detenido por escándalo público?» Y Bertie repuso: «¿Vergüenza a mí? ¡A usted es a quien debería darle envidia! ». Amén. Salud y abrazos .
Carta a unámigo escandalizado
Viene de página 9por su liberación con la óptica guiñolesca de garrotazo y tentetieso; tampoco anda demasiado atinado, por cierto, quien las confunde ya con el reino efectivo de la concordia que teóricamente prometen. Me importa y mucho que un tejerazo abierto o solapado se imponga en el país, porque iría contra lo que hago, prohibiría lo que me gusta y perseguiría aquello en que creo. Como prefiero pasarlo regular que fatal y como prefiero seguir activo y moderadamente descontento que dedicar mi ocio forzoso a maldecir reiteradamente lo real (conozco a muchos que no hacen otra cosa, y suelen aburrirme), acepto ser cómplice crítico de aquello que me parece un mal menor.
Y, por último, lo tocante a si el filósofo debe «mancharse» con amonestaciones moralistas en la Prensa o acogerse al distanciamiento altivo y digno del estudioso. Aquí poco cabe decir, pues se trata, a fin de cuentas, de una opción tan privada como la masturbación. Cada cual ha de escoger su camino, que a veces le puede llevar a dolorosas renuncias. Un pensador de primera (categoría especial «A», con distintivo blanco) como el profesor Benjamín Oltra siente ante mis «estentóreos regüeldos» el más «conspicuo de los tedios»; por su parte, él sacrifica sus todavía inéditas dotes de originalidad, amenidad y perspicacia analítica para adoptar el disfraz de nulidad descerebrada con el que engaña a los que no le conocen a fondo, a fin de no aumentar la intoxicación ideológica del país. Pero, incluso a tan abnegado sabio le vienen tentaciones pontificales y no ha podido resistir la de firmar junto a los otros profesores castellano-hablantes injustamente damnificados por la existencia de la lengua catalana; quizá esto quiere decir que se pasa a la lucha ideológica, por lo que debemos permanecer atentos a sus futuras proclamas: ¡la noche se mueve! ¿Es vanidad lo que me hace a mí ser menos reservado? Pero ya Mandeville nos enseñó que hay vicios privados que aciertan a convertirse en virtudes públicas. Ya sé que mucho filósofo mondain de hace unos años se siente ahora Heidegger antes de tiempo, quizá picado por el declive de esa popularidad de la que se reniega en cuanto se pierde. Por mi parte, el camuflaje olímpico no me va, ni por ahora se me ha hecho necesario. Sigo creyendo que la voz de quienes no están encuadrados en las opciones políticas vigentes todavía tiene interés y presencia; que yo sea probablemente un mal moralista no quita que alguien deba reivindicar la baza moral frente al oportunismo político: en cuanto llegue el que lo haga mejor, prometo retirarme. Aquello que nos predicaron los Adorno y los Marcuse, los situacionistas o los Castoriadis no se me ha quedado aún tan pequeño como el traje de primera comunión, quizá porque no he crecido demasiado desde el año 1968: de todas formas, los uniformes que me proponen ahora tampoco acaban de resultarme cómodos. Temo estar destinado a seguir escandalizando, aunque quizá no tanto tiempo como aquel otro entrañable estentóreo, el querido y añorado Bertrand Russell. Cuando le detuvieron, a los 93 años, por una sentada anti-Vietnam en Trafalgar Square, eljuez le reprochó: «¿No le da verguenza, a su edad, ser detenido por escándalo público?» Y Bertie repuso: «¿Vergüenza a mí? ¡A usted es a quien debería darle envidia! ». Amén. Salud y abrazos .
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