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Tribuna:
Tribuna
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Mitterrand, el otro: el escritor

Hace algunos años, al término de una cena oficial en la Embajada de Francia en México, fuimos invitados por nuestros anfitriones a tomar el café frente a la chimenea. Era una reunión muy reducida de franceses solos, a la cual yo asistía por una amable sugerencia del visitante de honor, François Mitterrand, candidato a la presidencia de la República en aquel momento. La conversación en la mesa había tenido el sabor complaciente, pero efímero, de las cenas mundanas, y era evidente que los anfitriones habían propuesto el café frente a la chimenea en busca de un ambiente más propicio para que Mitterrand se decidiera a hablarnos de los asuntos actuales de Francia y el mundo. Parsimonioso y sonriente, como siempre, él ocupó el sillón favorito del dueño de la casa, y todos nos sentamos alrededor para no perder ni una gota de sus palabras. Entonces, Mitterrand, dirigiéndose a mí, dijo:-Muy bien; hablemos de literatura.

El ángel de la desilusión se aposentó en la sala. La mayoría pensó que Miterrand, que es un político con las espuelas muy bien puestas, había recurrido a aquel artificio para eludir el asunto central. Pero al cabo de breves minutos todos estábamos fascinados por la sabiduría y el encanto de aquel maestro que se paseaba con un aire propio a través de los grandes nombres y las desdichas eternas de las letras universales.

Aquel día lo descubrí. Lo había conocido unos años antes, después de que Pablo Neruda le habló de mí y le llevó algunos de mis libros traducidos al francés y le dijo tantas cosas enormes sobre nuestra amistad. Cuando nos encontramos por primera vez, ya parecíamos amigos muy antiguos. Pero yo no había podido superar el prejuicio de que Mitterrand era antes que nada un político, y tenía la tendencia a hablarle sólo de política, como lo hace sin remedio la inmensa mayoría de los políticos. Aquella noche, en México, caí en la cuenta de que el equivocado era yo, y que Mitterrand era en efecto un hombre de letras, en el sentido reverencial, y un poco fatalista en que sólo los franceses lo entienden.

En realidad no sólo es Mitterrand un escritor excelente, sino de los que escriben todos los días de su vida, como lo hacen los más grandes. En todos sus libros, pero en especial en La paille et la graine, como tantas veces en la vida real, él ha dicho que nunca ha tenido intención de escribir sus memorias. Es comprensible: las memorias son un género al cual recurren los escritores cansados cuando ya están a punto de olvidarlo todo. El propósito de Mitterrand es el contrario: escribe para no olvidar, y su buena costumbre nos ayuda a que tampoco nosotros olvidemos. «Yo tomo notas como demonio sobre algún papel que pierdo más a menudo de lo que me llegan a servir». Son, como él mismo lo dice, anotaciones fugaces escritas a golpes de emoción, y a las cuales acuerda una importancia por razones variables y casi siempre subjetivas. No hay escritor que no lo comprenda. Todos llevamos esas notas escritas en el revés de los sobres, en esquinas de periódicos, en tiques de autobuses usados y aun sin usar, donde hemos escrito una frase que en un momento nos pareció una nueva revelación del mundo, o del alma humana, y, que luego volveremos a encontrar convertidos en pelotitas de cartón piedra, molidos por las aspas de la lavadora eléctrica, macerados por el jabón y petrificados por la plancha. Mitterrand lo sabe y lo dice: «Es una ilusión lírica». Y lo dice con toda razón, porque esas notas fugaces son como los versos que a veces conocemos en sueños, que nos trastornan mientras dormimos, como si fueran la esencia misma de la poesía, y al despertar comprobamos que no era más que una frase de publicidad en la radio de la casa vecina. Era, en efecto, una ilusión lírica. Pero Mitterrand sabe, como todos los escritores, que de esos minúsculos y continuos fracasos está hecha la buena literatura.

A mí me parece que su visión del mundo, más que la de un político, es la de un hombre abrasado por la fiebre de la literatura. Por eso he pensado siempre que sería -¿será?- un gobernante sabio. Es un hombre que se interesa por todas las cosas de la vida, aun las más simples, y lo hace con una pasión, con un gusto y una lucidez que constituyen su mejor virtud. Un hombre al cual le llama la atención, leyendo el diario de los hermanos Goncourt, lo que tal vez a otro lector menos inteligente podía parecerle una frivolidad: que la sociedad protectora de animales, creada en 18.., se anticipó en tres años a la liberación de los esclavos. Cuando visitó a Violete Trefusis, en la casa del Ombrellino de Florencia, lo que más le impresionó, y que había de marcar aquel instante para siempre, fue el eco de sus propios pasos en la inmensa galería de la entrada. De su entrevista con Golda Meir, de quien sabemos que no era bella, nos dejó el testimonio de que era una madre severa y tierna.

De todos los recuerdos que se han escrito sobre Salvador Allende, el de Mitterrand me parece el más revelador. Era en 1971, y el presidente le conducía a través de las galerías del palacio de la Moneda, en Santiago de Chile, cuando se detuvo frente a un busto de José Manuel Balmaceda. «Este hombre era un conservador elegido por la derecha de su época», le dijo. «Pero este conservador era también un legalista que no pudo soportar las agresiones al derecho: se suicidó». El presidente Allende concluyó: «Ahora todos los chilenos respetan su memoria. Su acción heroica pertenece a la conciencia de nuestro pueblo». Yo estoy seguro de que Mitterrand no podía quitarse de la mente aquel episodio, una mañana en que desayunábamos en México con las hijas del presidente Allende, apenas un año después de su muerte. «Fue preciso movilizar la aviación», anotó en sus papelitos de bolsillo, «y destruir La Moneda, sólo para asesinarlo».

De esas notas quedará una visión de nuestro tiempo y de la gente de nuestro tiempo sin duda mucho más fiel de lo que suponen sus lectores distraídos. De George Pompidou ha escrito: «Tiene la ambición más alta que su poltrona». Como buen escritor, Mitterrand debe saber que nuestras palabras nos persiguen no sólo hasta la muerte, sino hasta mucho más allá de la muerte. Pero, también como a buen escritor, no le teme a ese destino. Un día, mientras almorzaba solo en la brasserie Lipps, el propietario se le acercó y le dijo al oído: «Dicen que el presidente ha muerto». El presidente era Georges Pompidou. Recordando aquel día, Mitterrand escribió más tarde que, de todos modos, no pudo evitar una cierta piedad por ese muerto olvidado desde antes de que lo sepultaran. De Valéry Giscard d'Estaing, de quien ha dicho tantas cosas, ha dicho una terrible: «Nadie duda que él posea, en el grado más alto, el arte de explicar los fracasos de los cuales derivan sus triunfos». Sin embargo, ninguna indignación me pareció nunca más lúcida que la suya cuando le dieron el Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger. «No tengo nada en su contra», escribió entonces. Pero consideró que darle a Kissinger el Premio de la Paz por haber puesto término a una guerra que él mismo había enardecido era como dárselo a Sukarno porque no mató más comunistas indonesios después de haber matado 300.000, o como dárselo a Papadopoulus, el coronel griego, porque cerró las cámaras de tortura que él mismo había instaurado y abrió al turismo las playas de sus islas de presidiarios; o a Idi Amin Dada, porque no volvió a masacrarle el cráneo a ninguno de sus ministros en los últimos años. «No pongo más ejemplos», escribió, «porque no pienso enemistarme con la mitad del mundo».

A Julio César, que también era un escritor grande, Thorton Wilder le atribuyó esta frase feliz: «Yo, que gobierno tantos hombres, soy gobernado por pájaros y truenos». El escritor Mitterrand no podía estar a salvo de estas pequeñas supersticiones que hacen más misteriosa y bella la vida de los hombres. La suya, de acuerdo con numerosas anotaciones en sus libros, es la superstición del mes de mayo. El mes de las flores y de las vírgenes que suben al cielo en cuerpo y alma, y en el que le han ocurrido a él las peores y las mejores cosas. Hace unos tres meses, cuando apenas se vislumbraba la posibilidad de su candidatura, alguien habló de esto en un almuerzo que nos ofreció Mitterrand en París. «La reelección del actual presidente es probable», dijo, «pero la mía es posible». No sé por qué tuve entonces la impresión de que Mitterrand contaba en aquel momento en los innumerables factores que determinan la victoria de una elección, pero que entre ellos no descartaba uno que era tal vez el menos extraño a su corazón de buen escritor: el mes de mayo.

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