Las viviendas de renta "antigua"
Si las cosas de palacio van despacio, muchas de las que en su día se gestaron en el de la Moncloa marchan a paso de tortuga. Hace ya más de dos años que se iniciaron estudios, por parte de esa autoridad que sería aventurado denominar «competente», para una cierta actualización de alquileres en las viviendas denominadas de «renta antigua». Poco antes de tales trabajos había yo publicado un informe sobre el tema en la revista Actualidad Española de 7-5-1978, y algo después el diario Informaciones de 22-6-1978 afirmaba que en un plazo de ocho a doce años iban a quedar completamente actualizadas las rentas en cuestión. Indudable optimismo por ambas partes, pues hasta el momento sólo hemos visto actualizarse los gastos de mantenimiento de una casa.Indudablemente, este tema es poco popular. Ni la Prensa ni los partidos políticos parecen interesarse por el problema. Es posible que los inquilinos de rentas congeladas muchos en el país representen una masa de posibles votantes que abandonaría a los políticos que pretendieran actualizarles sus rentas, o que la palabra «propietario», con sus resonancias de lucha declases, aleje a los partidos de la defensa de sus intereses. El hecho es que una función social, como es la de la vivienda, en virtud de una inesperada e insólita demagogia de los vencedores de nuestra guerra, pasaba a partir de la misma a ser subvencionada por una sola clase: la de los dueños de fincas urbanas. Imposible saber por qué regla de tres, alimentos, enseñanza, transportes, vestido o electricidad podían adaptar sus precios al creciente aumento del coste de la vida mientras que los propietarios de viviendas destinadas a alquiler veían sus ingresos roídos incesantemente por la inflación hasta quedar poco menos que en la indigencia.
Si hoy resulta absurdo el que existan viviendas, por muy humildes que sean, cuyos alquileres mensuales no importan más que una cerveza con tres gambas, no lo es menos que pisos lujosos de doscientos o trescientos metros cuadrados, situados en calles señoriales, como Velázquez, Serrano o Alcalá, satisfagan unas rentas al mes que no darían ni para pagar una noche en un hotel de cinco estrellas. Y todo este desorden legal resulta aún más escandaloso cuando tratamos de locales de negocios con los alquileres congelados. Aquí ya no existe la figura del inquilino económicamente débil.
Si esto le sucediera a todos los propietarios de viviendas alquiladas, todavía existiría el magro consuelo de ese «mal de muchos» al que se refiere el dicho, pero la cosa es que a lo mejor, junto a aquel casero que cobra por una vivienda de tipo corriente -pongamos ochenta o noventa metros- mil pesetas, aparece otro que por una finca de idéntico tamaño y calidad percibe 25.000. Fue de los afortunados propietarios, actuales que pudieron introducir en su contrato de arrendamiento la cláusula de actualización de alquileres de acuerdo con las variaciones del índice de coste de vivienda.
Por qué se han congelado los alquileres
La congelación de alquileres no se produce en realidad por un mandato de la ley. Si bien hasta fecha muy reciente no se han permitido pactos entre arrendador y arrendatario que entrañaran modificaciones futuras en el precio acordado, como quiera que la oferta de viviendas era fluída y los inquilinos cambiaban de casa con relativa frecuencia, el propietario podía ir actualizando su renta cada vez que celebraba un nuevo contrato. El problema surgió a partir de 1945, poco más o menos, cuando la demanda de viviendas fue sobrepasando el número de las disponibles. Esto fue consecuencia combinada del desaforado crecimiento de los núcleos urbanos y el paulatino abandono de la construcción de viviendas para alquiler debido al deterioro de su rentabilidad. La falta de movilidad del inquilino hacía que alquileres rentables en el momento del contrato de arrendamiento, al prolongarse éste indefinidamente y no existir cláusulas de actualización de los mismos, se convirtieran en nada a los pocos años por la acción corrosiva de la inflación.
Por supuesto que la prórroga automática del contrato de arrendamiento realizada a favor del inquilino es una cláusula inatacable. Sin ella no existiría estabilidad posible para un hogar. En lo que el legislador ha fallado profundamente es en no haber previsto a la terminación de la guerra unos incrementos reglados de los alquileres que, poco a poco, hubieran sido aceptablemente soportados por las economías de los inquilinos y hubieran librado a los propietarios de la ruina que hoy representa mantener un inmueble de rentas congeladas. El que una casa alquilada, por ejemplo, en 1936 no pudiera subir su renta hasta 1952, y el incremento autorizado fuera del 7,5 %, cuando que el coste de la vida se había multiplicado por cinco, más que una imprevisión, era un sarcasmo.
Hasta 1952 no varían los alquileres oficialmente en cuanto a contratos celebrados antes de dicha fecha. Los realizados a partir del año 1956 sólo se beneficiaron de un alza del 55% acordada por decreto de 23-6-1972. Esto en cuanto a los contratos más antiguos; los de 1964 limitan su incremento al 2,5. O sea, un alquiler 100 de 1956 se convertía en 155 en 1972. Entre tanto, la vida se había hecho tres veces más cara (índice 43,20 en 1956 y 126,60 en 1972).
En cuanto al creciente desfase entre alquileres y coste de la vida, nada más elocuente que el cuadro que se inserta a continuación. Partiendo de una base de 100 en 1936 para ambas magnitudes, se ha incorporado a un supuesto contrato de arrendamiento urbano celebrado en tal año los incrementos legales de alquileres según aparecen en el estado anteriormente expuesto. En la última columna se detalla la evolución del coste de la vida de acuerdo con los índices del Instituto Nacional de Estadística. El resultado final es que en 1976 el sufrido propietario vio sus alquileres multiplicados por tres y sus gastos por 33, dato sobre el que huelga todo comentario.
El capítulo de las soluciones es bastante más arduo que el de las consecuencias. Estas se limitan a la descapitalización de los propietarios y a la progresiva ruina de los inmuebles. Aparece así la imagen tópica del casero que no tiene más recurso que esperar a que su inmueble sea declarado en estado ruinoso para poder derribarlo y construir en el solar una nueva y más rentable finca, y esto, desgraciadamente, a costa de los inquilinos desahuciados, que tampoco tienen la culpa de esta situación.
En cuanto a los remedios, es de temer que ya sea tarde para ellos. Una elevación ponderada de las rentas, que debió hacerse a lo largo de cuarenta años, es muy difícil de realizar en un período más corto sin producir innegables perjuicios económicos a los inquilinos. De todos modos, y teniendo en cuenta que cada año se agrava el problema, es preciso afrontar esta actualización de rentas lo antes posible. Aparte de esto, y en la misma forma que se realiza en todos los países europeos, habría que subvencionar a estos propietarios de fincas para que rehabilitaran y modernizaran sus viviendas. En Inglaterra, por ejemplo, la Housing Act, 1971 reguló la concesión de préstamos estatales y municipales para tal fin, otorgando hasta un 50% del coste de las obras y a muy bajo interés.
El plan actual de viviendas de protección oficial, con su ambicioso objetivo de construir más de medio millón, también se ha olvidado de promover la edificación de pisos destinados a alquiler, mientras que por otra parte habla de unos subsidios personalizados que ayudarían a las familias de rentas bajas a obtener una vivienda digna si su alquiler estuviera fuera de sus posibilidades económicas, cosa que tal como marchan en nuestro país las ayudas y financiaciones nos suena un poco a música celestial.
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