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El país de las bofetadas

Hay muy diversos grados de agresividad. No es lo mismo destruir toda una ciudad a fuerza de cañonazos que asesinar a un pobre hombre inerme y desapercibido. Sí, hay muy diversos grados de agresividad.En España vamos poco a poco dulcificando nuestra propia violencia. Colocamos bombas, incendiamos, disparamos por la espalda; pero, claro está, ya no destripamos, ni arrancamos los ojos al enemigo. Posiblemente esto se deba, en gran medida, al injerto de los progresos técnicos en las atroces costumbres comunales. Los instrumentos destinados a matar, ya se sabe, facilitan y acomodan sobremanera la tarea. Y, en gran parte, la tornan aparentemente innocua. Dejar un paquete en el suelo, como olvidado, largarse y aguardar tranquilamente lejos de allí la mortífera explosión constituye todo un ritual inocente y aséptico en el que la conciencia moral no es perturbada por la contemplación de las trágicas consecuencias. Konrad Lorenz afirmaba que ningún hombre normal iría a la caza del conejo si tuviera que matarlo a fuerza de dentelladas y desgarrones. El fusil realiza la faena con holgura y hasta con elegancia; esto es, sin mancharse las manos de sangre. Pero ¿queda cumplida de esa manera lo que este mismo investigador llama «la realización emocional completa» de la operación cazadora? Sin duda que no.

Para que la agresión lleve a cabo de veras su último cometido, es decir, la descarga emocional de impulsos instintivos rechazados por la conciencia, es menester el contacto directo con la víctima. Es menester que el ataque se realice desde la realidad física del atacante a la realidad física del atacado, Desde un organismo a otro organismo, sin intermediarios, por pequeños o primitivos que sean. La cuchillada misma, la puñalada canalla, el cobarde navajazo es quizá el acto agresivo en el que se da esa proximidad del que ataca y el atacado con una extraña cercanía. Se emplea la fuerza física y se produce la aproximación, también física. Pero, a ¡mal de cuentas, al golpe directo sustituye la penetración de la hoja cortante. A la mano la degrada el instrumento del que se vale. Un instrumento silencioso que penetra en las entrañas y silenciosamente las destroza. La mano, aparato expresivo e inteligente de la comunicación humana -cerebro externo le llamó Kant-, pasa a ser garra usufructuaria y disimulada de la hoja metálica que asesina. La puñalada tiene eso de despreciable: el silencio y la oculta ventaja de lo que no se ve, de lo que no surge hasta el momento mismo del crimen. De lo que busca, sutil y escalofriante, «la oscura raíz del grito» de la tragedia lorquiana.

La puñalada tuvo, y tiene, mucha vigencia en España. Un viejo amigo mío, un viejo amigo compostelano, contaba un día: «Estuve en la f-iesta. Tuve un altercado. Me dieron una puñalada». Y como la cosa más natural del mundo, añadía: «Entonces se llevaban mucho».

¿Cuándo dejarán de llevarse? Pues las agresiones físicas continúan. Los palos, las palizas, las bofetadas. En un libro muy divertido y muy escéptico de Alonso Zamora Vicente, Mesa y sobremesa, se lee esto: «Dios inventó las bofetadas a propósito para nosotros, bípedos hispánicos...». Es posible. Y no deseable claro está. Si algún día las bofedas dejan de llevarse, habremos iniciado un nuevo ciclo existencial. Un ciclo sin violencias, pero con lucha.

¿Cuál? El del ataque que no intenta destruir ni acibar con el de enfrente. El del ataque como mera imposición simbólica. Y de ahí a desembocar en la convivencia apenas si hay algunos pequeños pasos fáciles de dar. Si somos capaces de siaprimir la brutalidad material, nos será más fácil suprimir la brutalidad oral y escrita; la que, esa sí, aún campea, soberana, vanílocua e indecente, en la comunicación -¿es el insulto una comunicación?- personal. Aún somos el país de las bofetadas. De las bofetadas de todas clases. Hay en el aire comunitario un lejano olor a violencia que nos traspasa y nos intimida. Han desaparecido los perfumes de estas tierras y se expande el tufo intolerable de la chulería ofensiva. A lo mejor, cualquier día comienzan a llevarse todas las puñaladas y, después, lo que pueda venir.

Para impedir tal desaguisado conviene ejercer con intensidad y con propósito abierto, la cabeza, lo racional, la reflexión y el buen sentido. Si somos realistas -¿es España una comunidid de gentes realistas?- tendremos que encararnos con la realidad. Con la presente y con la futura. O acaso fuese mejor decir con la realidad potencial. La inteligencia humana se mide por la capacidad de previsión del futuro. Se es hombre en la medida en que se es capaz de vivir con anticipación las consecuencias de nuestros propios actos. Esforcémonos por ver en profundidad, que es la más difícil pero también la más fecunda de las visiones. El futuro está inscrito en el presente. Y en el pasado. Hegel sostenía que la historia es un terreno del que la criatura humana apenas si extrae enseñanza alguna. Es la.misma historia la que se encarga de confirmar el aserto. El desolador aserto (con lo cual, ya algo nos enseña). Con todo, si no hay ensenanzas, puede haber advertencias. Si no resulta la experiencia, puede resultar el aprendizaje. La violencia rebrota de cuando en cuando. Un de cuando en cuando que se repite con terquedad ciega, como sucede con todos los arrebatos.

Esa terquedad está ahora ampliada por las facilidades para que el furor colectivo o individual cumpla sus duros cometidos. Y no son sólo las armas, los artefactos de anihilación, los que ofrecen caminos cómodos a la agresividad. También el ambiente puede ser el gran asesino y el gran alcahuete. En el ambiente puede haber, latentes y gr,aves, las cuchilladas y los tiros, las bombas y los incendios. En alguna parte escríbió Bernanos que España huele ajazmín y a muerte. No me gusta la combinación. El aire dulce que el jazmín expande no casa bien con el hedor funerarló. ¿Cuándo vamos a terminar con el tópico de «España, país de contrastes»? Porque, a fuerza de repetirlo, concluiremos por venerarlo, por reverenciarlo.

Nada de oposición de contrarios que mal se toleran y mal conviven. Eso será muy típico y muy original, pero es sumamente penoso. Si mi voz tuviese autoridad, que no la tiene en ninguna medida, yo lanzaría al aire comunitario esta consigna: ¡Seamos monótonos! O, lo que es lo mismo: dediquémonos cada uno a su trabajo; ejerzamos al máximo la discreción; obliguémonos a tasar con serenidad los pros y los contras; dejemos a un lado los maniqueismos -no hay buenos absolutos ni malos totales- y, en definitiva, aspiremos al humilde ejercício de la comprensión del prójimo. Aunque luego le condenemos, esto por descontado. Pero hagámoslo desde una perspectiva honrada; quiero decir desprovista de pulsiones homicidas, de golpes bajos, de juegos con ventaja y de movimientos pasionales incontrolados. Dicho de otro modo: apartemos de nuestra alma el reptil venenoso de la agresividad porque cuando lanza su ponzoña ya nadie se salva. Ni el que muere ni el que mata. La ouerra civil no es otra cosa que agresividad suicida.

Seamos monótonos. Si se quiere, incluso aburridos. Grises. Desterremos los sobresaltos. Sigamos una andadura tranquila, laboriosa e insistente. Vivaz y contradictoria, pero, ¡por Dios!, sosegada. Los problemas no se solucionan con el frenesí. Searros fecundos. Egregiamente y oscuramente fecundos en la lucha diaria por la vida. En el trato cotidiano con los que nos rodean. En la obediencia y en la independencia personales. La monotonía nos hará serios, respetables y gozosos. Ni gritos ni detonaciones. Ni insidias ni calumnias de zoco incivil. No nos sintamos orgullosos de esos contrastes que a nada conducen si no es a la destrucción. Que España no necesite oler a muerte para que pueda oler a jazmín.

O volverán las bofetadas, los navajazos y las descargas de la fusilería. La muerte odiosa y repugnante. La muerte, la muerte hispánica.

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