La reaccion de la reaccion
La reciente declaración episcopal sobre el proyecto de ley de Divorcio de UCD es una nueva y flagrante injerencia de la jerarquía católica en asuntos civiles. Por más que los obispos lo nieguen -los obispos, ¡pobrecitos ellos!, que se presentan como siemples ciudadanos de a pie-, a nadie e¡¡ este país se le escapa el enorme peso que la Iglesia católica ejerce sobre la sociedad, sobre el Gobierno del Estado y sobre el Estado mismo. Para nadie es un secreto que, históricamente, la doctrina de la Iglesia católica en numerosas materias ha cobrado fuerza de legislación civil en nuestra sociedad. Y poco importa que esa fuerza se haya impuesto descaradamente, como en los tiempos de Franco, o de tapadillo, como cuando la elaboración de la Constitución actual, o, de nuevo, con el mayor de los descaros, al discutirse en las Cortes la reaccionaria política educativa de UCD, por citar sólo algunos ejemplos.¡Déjense, pues, Ios señores obispos de hipocresías, y no quieran presentarse ante la gente como si fueran uno más opinando sobre esto o aquello! No somos iguales y la fuerza y el poder de la, Iglesia católica no es, para desgracia nuestra -de muchas y muchos-, comparable a la fuerza de la presión que pudiera hacer un colectivo cualquiera de ciudadanos que se reuniera un fin de semana en el pinar de Chamartín. Llegando a este punto, permítaseme hacer una reflexión parcial y lateral para el tema que nos ocupa, pero harto elocuente. ¿Cómo explicar la suma de 8.543.000.000 de pesetas que representa, en 1981, la asignación del Estado español a los 21.000 sacerdotes, obispos y cardenales -un 12% más de aumento respecto a la suma del año anterior?
¿Cómo no hablar de la continua injerencia de la jerarquía eclesiástica en la vida civil, cuando parece más que cierto el granito de arena que el episcopado ha aportado a las presiones que han lleva do a la dimisión de Suárez?
Todo estaba calculado
Ante el tema del divorcio, los obispos en este país han llevado a cabo una política muy cuca, que retrata fielmente su cotadura. Oponerse frontalmente al divorcio como Conferencia Episcopal -exigiendo, por ejemplo, un referéndum- era lanzarse a una batalla perdida de antemano. Conocían suficientemente bien los aires mayoritarios que corren por aquí en relación al tema (no sólo entre los ateos, sino también entre amplísimos sectores de creyentes), como para no quemar sus barcos en semejante hazaña. Tenían, además, la experiencia de la vecina Italia, en la que perdieron abrumadoramente ante el piccolo divorzio.
En este contexto no es contradictorio que haya monseñores montaraces, anclados aún en el medievo, como Marcelo González o los obispos de Orense y Huesca, éstos sí, lanzando anatemas y condenando al fuego del infierno a quien está por el derecho al divorcio. Y no sólo no es contradictorio con la política seguida por la Conferencia Episcopal en su conjunto, sino que ello ayuda a la «ceremonia de la confusión» del Pleno de la jerarquía. En ningún momento, por ejemplo, dicha Conferencia ha desautorizado públicamente a esos dignos sucesores de la Santa- Inquisición, como tampoco ha salido al paso de las voces reaccionarias que, en materia de divorcio, se han dado en los últimos meses por parte de organizaciones vinculadas a la jerarquía eclesiástica. Instrumentos desafinadísimos los unos, más afinados los otros, pero todos ellos formando parte de la misma orquesta eclesiástica.
Así, pues, el último documento episcopal, aunque mantiene un tono general antidivorcista, centra sus tiros en el rechazo a la posibilidad abierta en el proyecto de ley de UCD para acceder a la separación por mutuo acuerdo, y en la denuncia de lo que ellos consideran vulneración de los Acuerdos del Estado español con la Santa Sedel en lo que se refiere al reconocimiento. civil del "matrimonio canónico. De ser aprobado dicho proyecto de ley, los obispos nos auguran un futuro caótico para el bien común. Algo así como el advenimiento del reino de las tinieblas.
Tampoco obedece a la casualidad el momento. elegido por la jerarquía eclesiástica para dar publicidad a su declaración: pocos días antes de la anunciada discusión de la ley en el Pleno del Congreso de los Diputados y en vísperas de la celebración del II Congreso de UCD. ¿Con qué argumentos pueden los monseñores atreverse a negar la evidentísima presión que pretenden ejercer en ambos -congreso ucedista y Parlamento-, sabiéndolos tan sensibles siempre a los dictados de la doctrina de la Iglesia católica?
La pretensión de los purpurados sólo tiene un calificativo: injerencia, intromisión en asuntos civiles. ¿No dicen ellos mismos: «A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»?
Y no es casualidad tampoco que esta ofensiva de los obispos contra el derecho al divorcio se de al calor de los aires que también soplan. más allá de nuestras fronteras. Unos aires de reacción, de asalto a las pequeñas conquistas logradas muy concretamente en el terreno de la emancipación dé las mujeres. El papa Juan Pablo II no es ajeno a estos nuevos aires; antes bien, aparece como el abanderado en contra' de derechos tan elementales como el derecho al uso de anticonceptivos, el derecho al aborto, el derecho a puestos de trabajo asalariado para las mujeres, etcétera. Sus llamamientos a las mujeres a la vuelta al hogar, a la dedicación a las tareas domésticas, al reforzamiento de la familia, al cuidado del marido e hijos... se vienen sucediendo últimamente con una asiduidad tal, que hay motivos más que suficientes para pensar que las jerarquías de la Iglesia católica están jugando un deliberado papel en esta campaña reaccionaria y machista a la que estamos asistiendo en esta época de crisis del capitalismo. Habrá que recordarlo en los meses venideros, ante la visita del Papa, que auguran para el mes de octubre próximo.
Una argumentación más que dudosa
Para oponerse a la ley de Divorcio, los obispos, en su declaración, recurren a su viejo argumento de una pretendida ley natural, cuyos únicos e infalibles intérpretes son, por cierto, ellos mismos. Un derecho natural según el cual «el matrimonio es intrínsecamente indisoluble, es decir, no puede ser disuelto por el mutuo y privado acuerdo de los cónyuges» (sic). La doctrina católica no habría hecho otra cosa -según parece, al decir de los obispos- que aceptar, de muy buen grado, eso sí, semejante principio preexistente, que estaría por encima de toda discusión, por encima del bien y del mal. Ya monseñor Temiño, más osado él, había dicho meses atrás que «la indisolubilidad del matrimonio es un bien aun para aquellos que no lo creen ni lo aceptan». Tal parece que, como en el poema de Blas de Otero, aquí no se salva ni Dios. Semejante argumentación podríamos tomárnosla como propia de un cuento de hadas, si no fuera por las gravesconsecuencias que de ella se derivan.
El recurso de los obispos de acudir al llamado derecho natural para basar su argumentación nos lleva, entre otras cosas, a pensar lo flojos que deben andar de argumentos para convencer a su grey de la aberración que encierra su manifestación de que «el divorcio no es un derecho de la persona».
El carácter falaz de todas estas argumentaciones queda aún más en evidencia, si tenemos en cuenta la hipocresía de la jerarquía eclesiástica, que ha venido divorciando -de hecho- a católicos y ateos, casados canónicamente, bajo el subterfugio, de las llamadas nulidades impartidas por los tribunales eclesiásticos. Mediando, eso sí, unas buenas (y no excesivamente naturales) sumas de dinero, como es ya, en la actualidad, de conocimiento público. Todo ello sin necesidad de recordar escandalosos asuntos como los del Zaire.
Los obispos la han emprendido contra la ley de Divorcio de UCD, alarmados, parece ser, porque -según ellos-, de aprobarse, «quedaría seriamente comprometido el futuro de la familia en España». ¡Menos lobos, señores obispos! No creo descubrir ningún misterio al afirmar que ambas -Conferencia Episcopal y UCD- defienden el mantenimiento de la institución matrimonial y la familia patriarcal por encima de diferencias que parezcan enfrentarles momentáneamente. Diferencias que más bien obedecen a una mayor adaptabilidad del partido del Gobierno a la incontestable realidad social que a otra cosa. También para UCD estaba claro que oponerse al derecho al divorcio era perder. Y de tener que perder algo, mejor que fuera poco y además no aparecer como perdedor...
La filosofía que inspira el proyecto de ley ucedista, expresada en el propio preámbulo de la ley, es la de proteger, por encima de todo, la institución familiar y el matrimonio: «... La obligación de los poderes públicos de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia ... » «... La reforma.... ha querido actualizar el Código Civil con el mayor respeto hacia la institución familiar y el matrimonio ... ». En el proyecto de UCD se plantea el, divorcio como un remedio. No se trata, pues, de reconocer un derecho: el de decidir libremente sobre la propia forma de vida; no se trata de acabar con una situación coercitiva: la de obligar a una convivencia vitalicia forzosa; se trata, simplemente, de responder de mala gana a lo que ellos llaman «una incontestable realidad social», como es la existencia «de un cierto número de matrimonios definitiva o inexcusablemente rotos». Una actitud, en suma, vergonzante y a la defensiva, como excusándose (¿acaso ante el Vaticano?) de verse obligados a legislar un mal, aunque sea menor. Por eso. el resultado es el de admitir la disolución del matrimonio solamente en los casos más extremos, «cuando existan fundadas razones de que es imposible mantener la convivencia». Tan imposible que empuje a las parejas a saltar los innumerables obstáculo s de todo tipo que les pone por delante la ley de UCD.
Una ley, señores obispos, que, a pesar de la posibilidad abierta a acceder a la separación por mutuo acuerdo, no cuenta con nuestra aprobación, ya que no satisface las aspiraciones democráticas y feministas. Aspiraciones que exigen que el acceso al divorcio sea rápido, gratuito, por mutuo acuerdo o a petición de uno de los cónyuges, sin causas ni culpables y con la obligación para el Estado de facilitar un puesto de trabajo a las divorciadas que no tengan medios económicos.
A quienes defendemos estas consideraciones de cara a una ley de divorcio y no defendemos al mismo tiempo la institución matrimonial y la familia patriarcal, se nos tacha con los mayores anatemas por parte de quienes están celosamente empeñados en su mantenimiento, guiados por intereses que. nada tienen que ver con el respeto a las personas, a la vida de las personas, a la libertad de éstas para establecer relaciones amorosas... Cierto es que en un mundo tan hostil, tan agresivo, en una sociedad tan injusta, donde no hay lugar para las relaciones afectivas, de cariño..., la' familia, al menos, parece presentar algunas satisfacciones. Parte hay de razón en ello. Pero no es menos cierto que las pequeñas satisfacciones que se encuentran en la familia patriarcal, tal y como hoy la conocemos, cuestan un precio demasiado caro. La institución matrimonial es coercitiva para todos, y particularmente opresiva para las mujeres.
Debería parecer ocioso que en la década de los ochenta haya que seguir rompiendo lanzas y partiéndonos el pecho por defender el derecho al divorcio en estas latitudes.
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