¿Defensa de la familia o defensa del poder?
El líder socialista Alfonso Guerra, en unas declaraciones publicadas por este periódico el 4 de febrero de 1981, decía: «Todas las derechas del mundo admiten una ley de divorcio, pero aquí identifican divorcio con la caída de su modelo de sociedad, lo cual supone retrotraernos a unas posiciones tan ancestrales que no hay posibilidad de un Gobierno moderno desde esa derecha ». No sin tristeza, pues siempre he aspirado a insertarme en una derecha progresiva y abierta, me veo obligado a suscribir las frases transcritas, de la cruz a la. fecha. Apenas es concebible, en efecto, desde una perspectiva no ya europea, sino simplemente civilizada, que la discrepancia sobre determinados matices de una proyectada ley de divorcio sea una de las causas desencadenantes de la desintegración del partido gubernamental, y que la Iglesia católica adopte una postura beligerante frente a un proyecto de ley sometido a la consideración del órgano supremo de la soberanía nacional y que, por si fuera poco, ha sido ya dictaminado favorablemente por la Comisión de Justicia de las Cortes.Desde que asumí, en el plano estrictamente jurídico, la defensa de la tesis divorcista sabía que tendría que enfrentarme no sólo con los sectores más reaccionarios de nuestra derecha, sino también, con los que, bajo una apariencia de modernidad, eran, en el fondo, y al menos en esta cuestión concreta, casi tan dogmáticos e intransigentes como los primeros. La larga experiencia que he ido adquiriendo como vocal permanente de la Comisión General de Codificación me ha enseñado en qué medida es difícil llegar a una solución medianamente razonable. Primero, las tácticas dilatorias; después, la pretensión, a mi juició descabellada, de que era menester conceder a los españoles la opción entre el matrimonio indisoluble y el disoluble; finalmente, y cuando esta segunda línea de resistencia fue también abatida, el intento de articular un proyecto anticuado, basado, encubiertamente, en la culpabilidad. A costa de ímprobos esfuerzos, la comisión elaboró un anteproyecto que podía considerarse aceptable, pero del que, quien era a la sazón ministro de Justicia y sus más directos colaboradores, hicieron prácticamente mangas y capirotes.
Sabía también que esta postura negativa venía determinada por la influencia decisiva de uno de los poderes ficticos con mayor implantación en ciertos sectores de nuestra sociedad: la Iglesia católica (me refiero, claro está, a la Iglesia oficial, pues no todos los católicos, ni siquiera muchos sacerdotes, comparten sus criterios). Y presentía que la intervención de ese poder fáctico podía constituir la última, y tal vez insalvable, barrera. Así lo denuncié en mi artículo «La Iglesia católica y el tema del divorcio», publicado en EL PAIS, el 12 de septiembre de,, 1979.
Llegados a este punto, me interesa dejar bien claro que yo soy respetuoso con quienes no comparten mis ideas acerca del divorcio, sean obispos o no, y que, por añadidura, admito la llamada «indisolubilidad intrínseca del matrimonio,,,. o, para decirlo en términos más asequibles y menos esotéricos, que no soy partidario del divorcio por mutuo consentimiento. Esto no quiere decir que haya de rechazarse igualmente la simple separación consensual, por dos razones que me parecen incuestionables: porque no hay forma humana de imponer la convivencia a dos cónyuges que no quieren vivir juntos, y porque la separación de hecho es una situación anómala y altamente perturbadora, como saben muy bien todos los profesionales del Derecho. Que después de un margen de tiempo prudencial esta separación, como cualquier otra, pueda transformarse en divorcio, es coherente con la filosofía del llamado, con más o menos acierto, «divorcio remedio», que fundamenta la disolución del vínculo conyugal en la desaparición del matrimonio, pensando como realidad concreta. Sistema que, para el bien de la familia, es infinitamente preferible al divorcio fundado en la pesquisa de una culpabilidad, que obliga, eventualmente, a descender (como puede constatar quien se moleste en consultar la jurisprudencia canónica en tema de separaciones) a detalles que rozan lo pornográfico.
Respeto, pues, aunque discrepe de su contenido, el nuevo documento episcopal sobre el divorcio. Más he de protestar, con toda energía, acerca de su oportunidad. La comisión episcopal había dejado bien claros sus planteamientos en la «Instrucción colectiva sobre el divorcio civil», de 23 de noviembre de 1979. No hacía falta, para fijar la postura de la Iglesia en torno al divorcio, repetir lo ya dicho, y es, del cambio, absolutamente inadmisible el intento, clarísimo, de coaccionar al legislador, aprovechando el enfrentamiento, en el seno de UCD, entre el sector democristiano y el socialdemócrata.
Por otra parte, y para quien se pare a reflexionar sobre la actitud de la Iglesia y de sus epígonos, resulta por lo menos sorprendente que la defensa de un interés tan digno de protección como la estabilidad de la familia se aborde exclusivamente desde la perspectiva del divorcio. Que no es ' como dicen los obispos, «un remedio al mal que se intenta atajar», sino la regularización de una situación derivada de ese mal, la crisis del matrimonio, que no se combate decretando la indisolubilidad de un vínculo jurídico, cáscara vacía de contenido cuando la vida conyugal se ha extinguido.
¿O es que la Iglesia cree que el mal se ataja recurriendo al subterfugio de la nulidad? Seamos serios. Todos sabemos que en la inmensa mayoría de casos se declaran nulos matrimonios que, a la luz del propio Derecho canónico, son válidos. No sirve decir que, si los esposos mienten, allá ellos con su conciencia, cuando la primera condición, casi siempre, para que una demanda de nulidad prospere es, de hecho, el acuerdo entre los cónyuges. ¿No es esto un divorcio, por mutuo consentimiento, encubierto bajo el ropaje de un artilugio jurídico, largo y caro y al que sólo pueden acceder ciertos privilegiados? ¿Qué decir, en fin, de esas sentencias dictadas por tribunales eclesiásticos inexistentes y cuya operatividad, hasta que se ha descubierto el fraude, revela un grado de negligencia difícilmente excusable?
Pero hay más. El Pleno del Congreso acaba de aprobar el proyecto de ley sobre filiación. El proyecto ha sido aprobado prácticamente sin protestas y sin que en él parase mientes, por lo visto, la comisión episcopal. No creo que nadie pueda acusarme de conservador a la hora de enfrentarme con la reforma del derecho de familia. del discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, todavía en tiempos del franquismo, que es cuando tenía algún valor decir públicamente ciertas cosas, constituyó un alegato contra el trato discriminatorio e injusto que nuestras leyes civiles dispensaban (y aún dispensan) a los llamados hijos ilegítimos. Pero jamás preconicé que se borrase toda diferencia entre la filiación matrimonial y la no matrimonial. Pues bien, el proyecto que acaba de ser aprobado no sólo concede a los hijos no matrimoniales los mismos derechos frente a sus padres que a los matrimoniales (lo que es conforme con la Constitución), sino que extiende esos derechos a toda la parentela (que es más de lo que reclama el mandato constitucional). Se viene a crear desde la ley -como he dicho en distintas ocasiones, sin que nadie me haya hecho caso, empezando por los obispos- una familia paralela que ni siquiera tiene, muchas veces, una base sociológica suficiente. A mí me parece que así se consuma un ataque mucho más grave contra la estabilidad de la familia que admitiendo -dentro de ciertos límites- el divorcio vincular.
Ante actitudes tan paradójicas, ante silencios que no tienen explicación y que contrastan con la apasionada y desmedida defensa de la indisolubilidad del matrimonio, es lícito preguntarse: ¿Qué es lo que en realidad se está defendiendo, la estabilidad de la familia o una parcela de poder a la que todavía hay que aferrarse con las uñas y con los dientes?
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