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¿Políticos con escapularios?

Hace unos días tomaba yo parte en Sevilla en una mesa redonda, organizada por Amnistía Internacional, sobre derechos humanos. Participaba también en ella Joaquín Ruiz-Giménez. En el coloquio alguien le preguntó a este último cuáles eran sus relaciones con la democracia cristiana. Ruiz-Giménez contestó valientemente: «Si democracia cristiana es lo que practica don José Napoleón Duarte debo decir que hace ya mucho tiempo renuncié a llevar ese escapulario».Yo hace mucho tiempo también que vengo criticando negativamente el fenómeno democristiano, por considerarlo un intento de convertir la absolutista «cristiandad» medieval en una especie de «nueva cristiandad constitucional». El ejemplo de Italia, que he seguido muy de cerca, me ha ido dando la razón más de lo que yo mismo hubiera querido.

Por eso no es de extrañar que los rumores esparcidos acerca de no sé qué contubernios sacristanescos entre Iglesia (pero ¿qué iglesia?) y grupos demócratacristianos sobre el manido asunto del divorcio me ha hecho dudar de que algunos de nuestros políticos vistan todavía el viejo y raído escapulario de una democracia cristiana que tiene muy poco (por no decir nada) ni del sustantivo ni del adjetivo.

Afortunadamente el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal (que además de hombre de Iglesia es creyente) ha negado rotundamente que el establishment eclesial español piense en un partido católico.

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En una entrevista que este diario le hacía recientemente a monseñor Díaz Merchán, presidente de la Conferencia Episcopal, éste reconocía paladinamente que, si hoy hay algunos brotes de anticlericalismo, esto es tortas y pan pintado si se compara con el pasado de la España anterior a la guerra civil. Sin embargo, habría que hacer una buena definición de anticlericalismo para delimitar lo que en ello pudiera haber de negativo y de positivo, pues no todo lo que es oro reluce, y viceversa.

Si por «anticlericalismo» se entiende el rechazo de la Iglesia como comunidad profética y evangelizadora, creo que se trata de una postura oscurantista y contraria a los más elementales derechos humanos. Pero si por ello se entiende la crítica al intervencionismo de la Iglesia, que, valiéndose de su autoridad moral, impone a la sociedad un modelo de vida privada o de convivencia social, entonces el anticlericalismo es una auténtica bendición del cielo. Efectivamente, con ello la Iglesia puede superar más fácilmente la tentación fundamental que siempre le ha acechado: la del poder.

Y tan es asi que yo creo que muchos de nuestros mejores representantes oficiales de la Iglesia, cuando se quejar, (eso sí, levemente) de ciertos brotes de anticlericalismo (incluso en las páginas de este misrrio diario), lo hacen en virtud de un inevitable disparo del subconsciente, demasiado habituado a que cualquier sermón episcopal, cualquier pastoral o cualquier documento oficial de la Iglesia fuera recibido por una sociedad que no podía chistar ante la institución que de hecho ha estado legitimando durante tantos años el poder constituido. Y a era hora de que la Iglesia volvera a ser lo que nunca habría dejado de ser: una comunidad de seres humanos, tan frágiles y pecadores como los demás. Ya era hora de que la pública confesión de los pecados propios -mea culpa, mea máxima culpa- dejara de ser una pura comedia litúrgica para convertirse en una esperanzadora realidad evangélica.

¿Por qué la Prensa no va a cumplir con su misión de olfatear el rastro de la noticia, a pesar del inevitable riesgo de no dar con la presa desde el primer momento? Y si los medios de comunicación social no dan siempre en el clavo, ¿no será por el hermetismo de la misma Iglesia, excesivamente acostumbrada a la comodidad de los púlpitos, inaccesible a la masa que llena pasivamente los templos?

Por eso vemos con optimismo la accesibilidad del nuevo presidente de la Conferencia Episcopal a los niedios de comunicación y el lenguaje «natural» que usa en sus respuestas, sin los hábiles tapujos a los que nos tenían acostumbrados los hombres de iglesia cuando hacían una breve incursión en el ambiente periodóstico.

Además, no veo por qué los hombres de iglesia nos vamos a creer ajenos a aquel formidable consejo de Jesús: «La verdad os hará libres» (Juan 8, 32). ¿Por qué temer que el público conozca la realidad interior de la Iglesia? ¿Por qué ese afán de aparecer tan homogéneos ante los demás cuando todo el mundo sabe que es sociológicamente imposible que obispos de diversas edades, de diferente extracción ideológica, de diverso origen en su nombramiento, piensen como un solo hombre en asuntos tan contingentes como puede ser un determinado momento político?

Así , por ejemplo, yo mismo no me «escandalicé» de que la célebre noche del 23 al 24 de febrero los obispos, que estaban reunidos en sesión plenaria en Madrid, no hicieran inmediatamente un documento de condena del golpe y de adhesión a la Constitución. No creo que ello fuera psicológica y sociológicamente posible.

¿O es que los católicos españoles -los españoles tout court- somos todavía tan adolescentes que necesitamos que nuestros papás espirituales nos vayan continuamente sugiriendo a la oreja lo que tenemos que hacer, lo que es bueno y lo que es malo, lo que es pecado y lo que es virtud?

Quizá ciertas exigencias apremiantes que se les hacen a los obispos impliquen un larvado elericalismo, ya que le dan demasiada importancia al papel que los máximos representantes de la comunidad católica espanola tienen que desempeñar. Esto, lógicamente, no implica una aprobación de las omisiones, a veces tan lamentables, del establishment oficial en los momentos cumbres de nuestra historia.

Pero, en todo caso, lo ideal debería ser que dejara de ser noticia el hecho de que un monseñor determinado o un grupo de religiosos «conspire» con los políticos que todavía le siguen teniendo devoción a su escapulario democristiano.

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