600 tenderetes componen el mercado del sello en la Plaza Mayor
Abandonada momentáneamente por trasnochadores, intelectuales y turistas, la plaza Mayor es, todos los domingos por la mañana, el lugar de cita de los coleccionistas de sellos, monedas, billetes y vitolas. Desde las nueve de la mañana, unos seiscientos vendedores y cambistas negocian en sus tenderetes, siguiendo una costumbre demás de cincuenta años. Si quiera por unas horas, el centro de Madrid pierde su apretada fisonomía de los días laborables y es un excelente pretexto para paseos y conversaciones. Las monedas del Mundial-82 y las raras piezas de colección son los productos más solicitados por los paseantes.
Casi a las nueve de la mañana, las palomas de la plaza Mayor presienten algún peligro y se refugian en los hombros de Felipe IV. Los envoltorios de papel se arremolinan durante un segundo, alguien exige: «un poco más de prisa, chaval» a un camarero que acondiciona la barra de un bar en los soportales; de pronto, bufa la cafetera -«Ia presión, Paco, la presión»-, y la plaza, invadida por hombres que llevan carteras y tableros bajo el brazo, vendedores que buscan el mejor puesto y compradores que sueñan con la mejor pieza, es, algo, después de las nueve, la cuadratura del círculo mercantil.Los tenderetes se alinean entre las columnas como fichas de dominó. «Seremos unos doscientos o trescientos declarados, y otros tantos sin licencia,», dice Javier Mínguez, que ha cumplido los vienticinco años detrás de su colección de billetes de banco, mimados recortes de papel que sólo sirven para adquirir su tiempo libre. «Mi padre y yo debemos de ser Ios únicos vendedores de billetes, pero hay que reconocer que estas piezas nunca serán tan caras como ciertos sellos», reflexiona Javier mientras abre su mejor álbum por la página donde guarda un billete de quinientos reales de vellón, « extendidos por el Banco de Cádiz en 1857 y firmados a mano diez años después», aunque él, que ya es un exquisito, distingue con un afecto muy especial a una letra de vencimiento emitida en 1837 en la que se lee: «El presente bono será recivido en pago a toda clase de contribuciones y admitido por cualesquiera pagos que deban hacerse en la Tesorería Real por el 80% de su valor nominal a los seis meses de la entrada de SMCD Carlos Quinto en Madrid».
Las palomas sobrevuelan a Felipe IV cuando Javier ofrece sus quinientos reales de vellón por 10.000 pesetas. Confiesa que su verdadera debilidad es un billete emitido en 1937 en Puebla de Don Fadrique. «Los ayuntamientos emitieron unos 7.500 tipos distintos de billetes en la guerra», billetes rurales que parecen diseñados para juegos infantiles de sobremesa.
El tercer ojo
Joaquín Costales, de 32 años, un nuevo coleccionista de monedas, selecciona entre una serie de lupas de un muestrario una japonesa de doble lente. «La pequeña, quince aumentos; la mayor, diez». Son quinientas pesetas; poco si se tiene en cuenta que, para los coleccionistas, la lupa es el tercer ojo, una retina de bolsillo con la que se puede leer cómodamente la fecha-clave de acuñación descubrir los fallos mínimos en el troquelado, conocerla intimidad de la pieza. Hay varios lugares vacíos en su primer álbum, por ejemplo, el de la perra chica del año 1953, y está convencido de que esta misma mañana va a encontrarla a buen precio. Un paseo por la plaza Mayor es un intenso viaje a través de márgenes, cantos, efigies y catálogos. «El. catálogo es al coleccionista lo que el diccionario es al escritor» dice Joaquín, que se ha detenido a cambiar impresiones con José Tafall, un veterano filatélico que colecciona desde el año 1942. «Además de los sellos que pongo a la venta, he completado particularmente la colección del segundo centenario: desde el número 1070 del catálogo en adelante». Muestra lentamente algunos de sus ejemplares favoritos. «Mire: éstos tienen errores en el punteado». Como era de esperar, los errores se pagan caros. «Llegan a valer entre 40.900 y 100.000 pesetas; las piezas más caras que llevo hoy valdrían unas 20.000. Habría que discutirlo, ¿no?».El mediodía es el mejor momento del mercadillo. Las bóvedas sostienen el tono de las palabras más altas. Fragmentos de conversación que se quedan quietos en el aire como piezas únicas: «... Demasiado caró ... » «... Un billete sin circular es un billete, sin circular ... » «... El domingo se lo habrá conseguido, venga y ... » «... ¿Qué dice usted? ¿Que la plata está bajando de precio? El que está bajan do de ventas soy yo». Las nuevas frases ocupan inexorablemente el lugar de las anteriores, en una sucesión ininterrumpida. Joaquín Costales prueba suerte en el puesto de las hermanas Mari Carmen y Pilar. «Tres años en esto; no es mucho, pero ya vamos aprendiendo». Son vendedoras de la clase media baja, artesanas de la venta que aspiran sólo a reponer piezas de, regular valía o a buscar las más sencillas por encargo de los nuevos coleccionistas. «¿La perra chica del año 1953? Creo que en casa tenemos algún ejemplar. Si vuelve el domingo 15, seguro que la verá sobre la mesa. Le costaría 1.500, más o menos».
Una "onza troy" mexicana
La pieza más valiosa de la colección de las dos hermanas es una modesta onza troy mexicana de plata -«son 1.800»-, si bien guardan en casa una peseta española del año 1869 que estarían dispuestas a vender por 6.000. Brillan las vitolas de los puros al sol del domingo, y brillan los festones dorados, las pinzas de espátula y los cristales de las gafas de los viejos coleccionistas: gafas de vista cansada que permiten identificar, en un preciso vistazo, a reyes, presidentes, jeques, cifras, inscripciones. Y en los álbumes secretos brillan discretamente las piezas que los vendedores sólo se atreven a insinuar: en la vida de todo coleccionista, vendedor o comprador, siempre hay una pieza que nunca querría perder, un fetiche que se expone por obligación ética, tal vez por exhibicionismo, pero que se considera tan intransferible como un anillo de compromiso.Joaquín Costales llega hasta el puesto de, Javier Mínguez, el joven coleccionista-vendedor. « Monedas, no; sólo billetes. Aquí tiene éste de quinientos reales de vellón. Y esta letra de vencimiento». Las frases entrecortadas y los corrillos van espaciándose, y las palomas de la plaza se aventuran a descender, a buscar trigo imposible entre los adoquines y las mesas. Alguien habla de coleccionistas célebres. «Se dice que el Rey de España es un buen coleccionista, y la reina Isabel de Inglaterra, no digamos». No hay privilegio comparable a mirarse en un sello y verse de perfil. «Por la perra chica de 1953 pago 1.500 pesetas». A última hora, cuando los vendedores comienzan a desaparecer con carteras y paneles bajo el brazo, Joaquín Costales piensa que quizá sea mejor tener siempre una moneda de menos en la colección. Porque sospecha que el problema no es completarla, sino qué hacer cuando ya esté completa.
Volverá el próximo domingo.
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