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Juan Pablo II quiere cambiar la imagen tradicional del Papa

Juan Arias

El viaje de Juan Pablo II a Extremo Oriente, el décimo en sus dos años de pontificado, ha demostrado una vez más el carisma de Karol Wojtyla, que ha sabido entusiasmar no sólo a los católicos, sino incluso a los musulmanes de Pakistán, a los moros de Davao, a los budistas y sintoistas de Japón, y a los esquimales protestantes de Alaska. Juan Pablo II quiere cambiar la imagen tradicional del Papa.

Como en sus viajes anteriores, también esta vez han sido constantes algunas ideas fijas. Un Papa tradicional en los problemas de la moral católica, obsesionado por la defensa del concepto tradicional de familia occidental, severo con el clero y las religiosas en materia de secularización y abierto en las cuestiones sociales y en todo lo referente al protocolo vaticano.Un Papa con una capacidad increíble de trabajo y de aguante físico, como confiesan los dos médicos personales que lo acompañan en sus viajes, un italiano y un polaco. Esta vez ha dicho con más claridad que otras veces que desea visitar personalmente «todas las comunidades cristianas del mundo», lo cual es como confesar que el papel del Papa romano puede entrar en crisis. Para Juan Pablo II se trata de una voluntad precisa de cambio en la imagen tradicional del Papa prisionero de la curia romana.

Una de cal, y otra de arena

Mientras en general los católicos progresistas se irritan cuando el Papa pasa por un país con sus discursos tradicionales al clero, preparados en la curia romana y cargados de tópicos y de burocratismo, hay todo un mundo seglar que aprecia las llamadas de Juan Pablo II a la paz, su dura condena a la guerra, de las armas y los atropellos contra los derechos fundamentales del hombre.Cuando pasa por un país en olor de dictadura, como Filipinas, sus discursos chirrían ante el poder y escuecen. Por ejemplo, en Manila no le gustó nada al presidente Fernando Marcos la clara condena que hizo el Papa de la ley marcial y las alusiones contra su régimen de torturas.

En Japón fue definitivo. Después de la fría acogida en Tokio al Papa de Roma, el esfuerzo hecho por Juan Pablo II para leer todos sus discursos en japonés le abrió las puertas de los medios informativos, hasta el punto que el último día el telediario de la noche abrió con diez minutos de información sobre el Papa, que hablaba a los japoneses en su lengua «como jamás había conseguido hacerlo ningún jefe de Estado», según subrayó el mismo emperador Hiro-Hito.

Apertura a China

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La apertura a China, a pesar de las críticas obtenidas en Pekín, fue considerada por la Prensa internacional como el momento más importante de este viaje. La aceptación por parte del Papa de que no existe contradicción entre «el ser un buen cristiano y un leal ciudadano que trabaja por el progreso de su nación» fue considerada como fundamental para un nuevo diálogo con los católicos nacionalistas chinos.Y el primer efecto positivo del discurso fue la posibilidad de encuentro en Hong-Kong del cardenal Casaroli con el obispo de Cantón, que se había negado a ir a Manila para encontrarse con Juan Pablo II. Comentando este hecho en el avión papal, el sustituto de la Secretaría de Estado, Eduardo Martínez Somalo, explicó que estaba pasando como en los partidos de final de campeonato mundial, que cuando hay un empate se juegan los tiempos suplementarios.

Esta vez, el Papa, en su conversación con los informadores antes de llegar a Roma, se mostró, sin embargo, poco triunfalista. A un periodista italiano que le había preguntado: «¿Piensa, Santidad, que después de este viaje Japón será más cristiano y Filipinas más democrática?», el Papa se limitó a responder: «Yo no soy un profeta. Podría muy bien suceder todo lo contrario».

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