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El desafío de Reagan

Antes de las elecciones en Estados Unidos, muy pocos previeron que Carter sería el objeto de un rechazo de tal modo generalizado y que Reagan ganaría con margen tan amplio. Pero lo más significativo fue que, por primera vez en muchos años, el Partido Republicano obtuvo la mayoría en el Senado. El derrotado no fue únicamente Carter y su grupo, sino todo el Partido Demócrata y especialmente su ala liberal y progresista. No hemos sido testigos de un simple cambio de hombres y de partidos, sino de algo más profundo: el fin de un estilo político iniciado hace cincuenta años por Roosevelt. La elección de Reagan puede interpretarse como una revuelta de la voluntad nacional y como una expresión de disgusto ante muchos aspectos de la vida pública norteamericana. Estamos ante un cambio de rumbo y un nuevo consenso se dibuja. Esto último es fundamental: Roosevelt, Truman, Eisenhower y Kennedy pudieron llevar a cabo una política internacional porque estaban apoyados por una nación unida.No es fácil explicar los grandes cambios en el templo de una nación, aunque es claro que existen ritmos históricos como existen ritmos económicos, biológicos y psicológicos. Entre las causas inmediatas de este gran cambio, dos fueron determinantes: el mal estado de la economía y las últimas humillaciones internacionales que ha sufrido Estados Unidos. La situación a que se enfrenta Reagan recuerda, aunque no es tan grave aún, aquella a la que tuvo que hacer cara Roosevelt en 1933. Hay, sin embargo, una diferencia: la enfermedad de 1933 era diametralmente opuesta a la de 1980, y los remedios de Reagan deberán obrar también en sentido diametralmente opuesto a los de Roosevelt: será un New Deal al revés.

La depresión de los años treinta produjo el desempleo de la cuarta parte de los trabajadores y redujo brutalmente el poder de compra del pueblo. El remedio fue activar la demanda a través de obras públicas, intervención del Estado en la economía, programas de seguridad social y otras medidas inflacionarias, conforme a las ideas del que sería después el Salomón de los economistas de vanguardia: lord Keynes. Ahora de lo que se trata es de corregir las consecuencias del medio siglo de política keynesiana: reducir la burocracia, el gasto público y, sobre todo, los impuestos. Se trata de reavivar la economía no a través del Estado, organismo hipertrofiado, sino liberando las fuerzas productivas. Se supone que el mercado devolverá la agilidad a un cuerpo entumecido por las restricciones y la malla legislativa del Estado providencia.

Al mismo tiempo, Estados Unidos tiene que hacer frente a una Unión Soviética que se ha convertido en una gran potencia militar-industrial. Para reconquistar el equilibrio estratégico y estar en posición de negociar con los rusos, los norteamericanos deben aumentar su gasto militar. Esto significa que en un sector -pero es un sector central, vital- no será posible reducir el poder del Estado. Al contrario: un Estado militarmente fuerte es un Estado centralizado. Ahora bien, en la descentralización del Estado, incluyendo un regreso al federalismo, está la médula de la política neoconservadora de Reagan y su equipo. (En realidad sería más propio llamar liberales a esas tendencias neoconservadoras, pues se trata de una vuelta al liberalismo clásico, no sólo en la economía, sino en la política y la cultura.) Sin embargo, a pesar de que se trata de objetivos difícilmente conciliables, el nuevo Gobierno se propone conjunta y simultáneamente el rearme y la revitalización de la economía a través del mercado. Es imposible decir desde ahora si Estados Unidos podrá cumplir esta doble y sobrehumana tarea. Lo que sí puede decirse es que las dos metas son inaplazables, complementarias e imperativas. Este es el gran desafío al que se enfrentan la nación norteamericana y su presidente.

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