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Tribuna
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La caja de Pandora

Uno de los requisitos necesarios para la existencia de un Gobierno eficaz en las modernas democracias constitucionales consiste en la estabilidad. Por supuesto, estabilidad no quiere decir permanencia ilimitada en el poder, puesto que por el mero hecho de existir unas elecciones periódicas se supone que todo Gobierno está condicionado por un límite temporal. Pero partiendo de esta obviedad es claro que no resulta posible llevar a cabo una tarea eficaz de Gobierno si no se cuenta con el horizonte de unos años por delante. Es más: esta necesidad aumenta si tenemos en cuenta, en el presente caso español, que la tarea de Gobierno puede consistir en la creación de un nuevo Estado, surgido de la adopción de un nuevo orden constitucional.De todos es conocido que uno de los males constantes de las cortas etapas democráticas que los españoles hemos conocido a lo largo de nuestra historia ha consistido en la sucesión constante de Gabinetes que no lograban resistir etapas de cierta duración. No es extraño, pues, que esta advertencia de nuestra historia, junto a la exigencia de buscar la eficacia gubernamental propia de nuestros días, estuviese presente a la hora de redactar nuestra Constitución vigente. Así se explica que se optase, en lo que se refiere a la regulación de la moción de censura, por el sistema alemán llamado «voto de censura constructivo » y que consiste en que sólo se puede derribar a un Gobierno si se cuenta con un nuevo presidente que disponga de una mayoría y que cuente con un programa.

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De esta manera, y en contra de la opinión de muchos de mis colegas constitucionalistas, se pensó, en el momento de la redacción de nuestro texto constitucional, que evitaríamos las crisis gubernamentales que asolan a países como Italia, cuyos Gobiernos, desde 1947, no han logrado superar la duración media de un año en el poder. Sin embargo, pecaríamos de ingenuos si no reconociésemos que los Gobiernos caen, en gran parte de las ocasiones, no por el triunfo de mociones de censuras, sino por crisis internas de partidos o por motivos extraparlamentarios. El peligro, por tanto, existe, pero no importa mucho si se da en países con tradición democrática que cuenten con partidos fuertemente establecidos y arraigados en la sociedad; lo que evidentemente no es nuestro caso.

Una sorpresa

Por eso, a pesar de lo que digan muchos de los miembros de nuestra clase política, la dimisión de Suárez en estos momentos ha sido totalmente sorprendente y sorpresiva. Lo que ocurre, y ya no vale negarlo, es que los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad llevaban meses conspirando para frenar algunas medidas progresivas que, a pesar de todo, mediante la presión de la opinión pública más activa de este país, estaban en trance de adoptarse en el Parlamento (divorcio, autonomía universitaria). Pero, aun admitiendo que Suárez lo estuviese haciendo mal, según algunos sectores de su partido (la oposición tiene el derecho y el deber de pensarlo así) no parece convincente acorralarle y obligarle a presentar la dimisión. Salvo que se diese una única condición: que hubiese alguien que contase con el apoyo mayoritario de su partido, que fuese capaz de lograr una mayoría parlamentaria para legislar y que estuviese dispuesto a salir a la palestra, con un programa claro de Gobierno. Los indicios de que disponemos hasta ahora nos hacen pensar, por el contrario, que no existe tal candidato y que, en cambio, las tensiones, dentro de UCD, comportan enfrentamientos de grupos y camarillas que lo que ansían, envueltos en una hipócrita reivindicación de la democracia interna del partido, consiste en asaltar el palacio de invierno. Evidentemente cabe pensar que un Gobierno socialista podría, a la vista de lo ocurrido hasta ahora, estar más preparado para llevar a cabo la construcción de un Estado democrático en España. Pero también hay que afirmar que la existencia de un fuerte partido de derecha centrista es requisito indispensable para la consolidación de la democracia en nuestro suelo. A la vista de lo que está sucediendo estos días podemos afirmar que UCD no se encuentra unida, ni cuenta con un sustituto para Suárez que disponga del apoyo general, ni posee un claro proyecto de Gobierno para superar los graves problemas vigentes hoy.

Dimisión obligada

Es en esta perspectiva como hay que contemplar la reciente dimisión del presidente Suárez. Circunstancia en que, a todas luces, más que hablar de dimisión, cabría decir, forzando el uso del término, que le «han dimitido», adoptando el erróneo uso de ese verbo que a veces se emplea entre nosotros y que es herencia del régimen anterior. Digámoslo claramente: Suárez no ha presentado la dimisión, por mucho que nos quieran convencer, de motu propio, sino que alguien le ha colocado al pie del abismo en la víspera de un congreso de UCD, en que era previsible que, como ya ha ocurrido en otras ocasiones, que saliese fortalecido. Y con ello no quiero decir que el presidente saliente estuviera realizando una brillante y eficaz tarea de Gobierno. Suárez ha sido, sin duda alguna, como todo el mundo reconoce, un valeroso y lúcido hombre de Gobierno que ha llevado a cabo nuestra peculiar transición de la dictadura a la democracia. Pero después de la entrada en vigor de la Constitución se ha visto incapaz de enfrentarse con la gigantesca labor de construir un Estado moderno en España y de acabar con los enormes problemas que asuelan hoy a nuestro país. En todo caso, en los últimos meses parecía que había enderezado en parte su zigzagueante trayectoria, y cabía suponer que podríamos llegar a la encrucijada de las elecciones de 1983 sin demasiados costes.En definitiva, sea quien sea el elemento fáctico que ha empujado a Suárez a la dimisión en estos momentos, tendría que contar con un sustituto de las características anunciadas. De no ser así, debería ser consciente de que su acto defenestrador posee las claras aristas de la más alta irresponsabilidad y que el pueblo no tolerará que haya abierto la caja de Pandora en momentos tan difíciles como los que vivimos.

Jorge de Esteban es profesor de Derecho Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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