Tarde de domingo

El pasado domingo intenté ver una de las películas que se proyectan en la «calle de los cines», llamada también la Gran Vía madrileña pero fue inútil: cientos y miles de ciudadanos se paseaban a modo de manifestación por las puertas de las muchas salas que por allí operan, sin dejar que nadie que fuese «el otro» consiguiera alcanzar la tan esperada entrada cinematográfica.Harta de dar vueltas y más vueltas, pensando que en cualquier momento uno de mis pies caería víctima inexorable de la extremidad de algún viandante bienintencionado, me decidí por visitar bares y mesones antes que continuar con un imposible visionado de película extranjera. Pero, increíblemente, todos los que antes pretendían la entrada al cine habían cambiado, como yo, de intenciones y luchaban a brazo partido para que el camarero de los cientos y miles de mesones y bares le sirvieran ese vino con agua o, mejor, viceversa con que nos destrozan el estómago en estas latitudes. Vuelta a considerar y reconsiderar la tarde del domingo. Cerca ya de las nueve de la tarde-noche, me digno visitar un restaurante en el que recobrar las fuerzas perdidas en mi intento de diversión de la tarde del domingo.

La única mesa de cuantos visito me dicen que es la del jefe de caja. No entiendo porqué un jefe de caja tiene mesa y no los que le damos trabajo en la caja, pero, sin más miramientos, decido que lo mejor será asistir a una sala de música, con esa cosa que llaman actuaciones en directo. «Un poco de música a nadie le amarga», pienso. Pero pensar no debe de ser mi fuerte: tampoco pude entrar en esta ocasión. En fin, tarde de domingo en mi ciudad, en Madrid./