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El buhonero y el "cowboy" atómico

Recuerdo ahora el escándalo que organicé hace unos cuantos años en casa de unos amigos, profesores universitarios, en Los Angeles. Se me ocurrió decir que, desde la óptica europea, tanto daba Nixon como Kennedy, y, si se me apuraba un poco, los europeos teníamos más razones para preferir a Nixon (si es que es posible «preferir» aun presidente (le EE UU).En aquel puro ambiente de liberales y demócratas, tales palabras surtieron el efecto de una provocación. Era en, 1973, y nos hallábamos en pleno Watergate. Me empeñaba yo en demostrar que para los norteamericanos posiblemente fuese mejor un presidente demócrata, por aquello de que suelen mantener una línea interior más progresista. Pero para el resto de los ciudadanos del mundo la cosa no está tan clara, y parece comprobado que los mejores presidentes son los retrógrados republicanos. Kennedy impulsó el tema de los derechos civiles, pero invadió militarmente otros países y nos puso a todos al borde de la guerra mundial. Nixon, sin embargo, a pesar de todas sus trampas domésticas, contribuyó decisivamente al deshielo internacional. Su apertura china ha sido uno de los acontecimientos históricos más importantes de las últimas décadas.

En estos asuntos no deberíamos ser tan simplistas. La progresía internacional ha caricaturizado demasiado mecánicamente al binomio Carter-Reagan. De aquél se aceptó con ingenua complacencia su palabrería en torno a los derechos humanos, y a éste se le fulminó por sus declaraciones de halcón crispado. ¿Halcones?, ¿palomas? Casi da igual. El zoo americano está regido por otros mecanismos más complejos que la personalidad ideológica del presidente de turno. Estos, en el fondo, se limitan a interpretar en esta historia el papel que les toca en ese momento, por encima del pelaje que les cubre.

A mí personalmente me sigue pareciendo peligroso para la paz mundial el prototipo de republicano retrógrado, filibustero, imperialista y algo zoquete. Pero en igual medida me asusta el demócrata supuestamente aperturista, de sonrisa horizontal, listillo y prometedor. La verdad, el mito Kennedy y derivados me ponen los pelos de punta.

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Quizá baste con recordar en estos momentos al cacahuetero Carter en su discurso de despedida de la Casa Blanca. Ha tenido la osadía de irse como vino: hablando de los derechos humanos, de los cuales se declara paladín. Horas antes, Carter defendía los derechos humanos del pueblo salvadoreño enviando armas y consejeros militares en apoyo de los sangrientos dictadores de aquel país. Ya sabemos lo que dan de sí las palabras humanistas en boca de ciertos buhoneros de la política internacional.

Frente a esta amenaza que ahora desaparece se yergue, apocalíptica, la sombra del dragón Reagan. Cualquiera sabe hasta dónde puede llegar este cowboy armado de pistolas atómicas. Por supuesto, es un típico presidente republicano, evidentemente reaccionario hasta la médula. Lleva años hablando de dignidad nacional, de hacerse respetar, de empleo de las armas nucleares. Pero ¿tiene esto más valor que las opiniones de Carter sobre los derechos humanos?

En cualquier caso, en Estados Unidos tales palabrerías carecen de poder demostrativo. En la película que estarnos viendo, Carter no es el bueno frente al malo Reagan. Las circunstancias mandan en tan pragmático país, el interés nacional-imperialista se encarama por encima de cualquier veleidad ideológica. La cuestión reside en cómo interpretar el interés y hasta dónde llegar en su defensa.

Por eso resulta simplista presentar la era Reagan a priori como un cataclismo inevitable, dado el carácter, la personalidad e ideología del nuevo presidente. Este hombre, «poco inteligente, rústico y voluntarioso», como lo calificó Mae West, tiene una ventaja: sabemos que no empleará fraseología humanista para sus aventuras.

Nada más lejos de mi ánimo que defender a este personaje. Pretendo simplemente constatar una evidencia: a la hora de colocar sofisticados cohetes nucleares en Europa o de intentar capar movimientos de liberación suramericanos, tanto monta Reagan como Carter. Ni el mundo ha perdido con Carter a un defensor de los derechos humanos ni ha ganado con Reagan al detonador de la tercera guerra mundial.

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