Los ayuntamientos pueden percibir este año unos 60.000 millones de pesetas por la contribución industrial
Entre 50.000 y 60.000 millones de pesetas pueden percibir este año los ayuntamientos como consecuencia de la transferencia por el Estado a las corporaciones locales del impuesto industrial. El anteproyecto sobre nuevas tarifas de licencia fiscal del impuesto industrial, que tienen que entrar en vigor con efecto retroactivo a primeros de enero pasado, se está discutiendo en estos momentos entre Hacienda, las corporaciones locales y la CEOE, y deberá quedar aprobado antes del 1 de abril. La naturaleza de este impuesto, considerado «tosco» por expertos fiscales, y la determinación de las tarifas del mismo, que pueden penalizar gravemente el empleo, preocupan seriamente al empresariado. Un empresariado que es consciente, sin embargo, de las necesidades de financiación de los ayuntamientos, y que está dispuesto, ante la falta de una figura tributaria más perfecta, a colaborar en la elaboración de las nuevas tarifas.
La contribución industrial, junto a la rústica y a la urbana, fue uno de los pilares de la Hacienda Pública española desde 1845 hasta 1900. La introducción del impuesto de utilidades (rentas de trabajo, capital y empresas) en los albores del presente siglo. redujo la importancia del impuesto industrial que hasta entonces había venido gravando los beneficios.Nuevas disposiciones, como son el recargo sobre volumen de ventas, introducido en 1936 por Calvo Sotelo, o la aplicación de la tercera tarifa a la industria (como si fueran sociedades), puesta en marcha en los años cuarenta por Larraz, inciden en la decadencia del impuesto industrial. Las disposiciones de Navarro Rubio en 1957, establecimiento de la cuota física y la evaluación global (determinación de beneficios globales) relega la contribución industrial a las pequeñas empresas. El auge del impuesto sobre las rentas (personal y sociedades) contribuye a que a partir de los años sesenta la contribución industrial pase de ser un impuesto fundamental a ser un impuesto censal (por actividad industrial).
En 1976-1977, dentro de la reforma fiscal auspiciada por Fernández Ordóñez, esta contribución, que tenía el carácter de impuesto a cuenta y que languidecía, vuelve a cobrar importancia al transferirse su recaudación -la gestión continúa en manos de Hacienda- a las corporaciones locales como medio de financiación de las mismas. Un decreto de 20 de julio de 1979, relativo a medidas urgentes de financiación de los ayuntamientos, establece el compromiso del Gobierno de aprobar una nueva tarifa de licencia fiscal.
El anteproyecto de tarifas de licencia fiscal, según han informado fuentes empresariales, supone un incremento medio del ciento por ciento, y en algunas actividades, como consecuencia de las modificaciones técnicas en la determinación del impuesto, se llega incluso a un incremento de hasta el 900% (fabricantes de papel y cuero y calzado, por ejemplo).
La duplicación promedio del impuesto no es en sí excesiva, ya que las tarifas hasta ahora vigentes fueron fijadas en 1960 y actualizadas (incrementándolas en un 50%) en 1974. La escalada de la inflación ha sido muy superior en estos años. Sin embargo, y aun haciendo abstracción de aquellos sectores a los que les puede ser multiplicado por nueve el impuesto, fuentes empresariales resaltaron la incidencia negativa de una elevación tan fuerte, realizada además de forma puntual y sin gradualismos sobre un empresariado muy castigado ya por la crisis económica.
Entre otras novedades, el anteproyecto reordena la clasificación de actividades a efectos de este impuesto, que en el caso del comercio minorista pasan de las diecinueve vigentes a tan sólo siete, y las bases de población para determinación del gravamen, que se reducen a cinco (la mitad de las actuales). Desaparece, por otra parte, la regla de simultaneidad. Mediante esta, en comercios con varias actividades diferenciadas se tributa íntegramente por la principal, y en porcentajes reducidos, por las accesorias. La desaparición de esta regla supone, de forma indirecta, un incremento aún mayor de las tributaciones en determinados establecimientos.
En cuanto a las tarifas por actividades, la cuantía que figuraba en los primeros borradores del anteproyecto era diez veces superior a la que en estos momentos se está considerando.
La nueva ordenación de actividades se ha acomodado a la Clasificación Nacional de Actividades Económicas (CNAE), y para la determinación de las tarifas (esta es una de las graves quejas del empresariado) se han utilizado datos de la contabilidad nacional de 1975, que se encuentran muy desfasados.
Imposición sobre el empleo y la energía instalada
En fabricación, hasta ahora, la cuota de licencia gravaba en función del carácter singular de cada actividad, lo que suponía una cierta falta de homogeneidad. El anteproyecto introduce, por el contrario, dos módulos semejantes para cada actividad: energía instalada y número de trabajadores en cada industria.Ambos módulos, en la consideración del anteproyecto, presentan graves inconvenientes, a juicio de los empresarios. La fiscalidad por número de trabajadores penaliza el empleo en unos momentos de crisis económica y de altas tasas de paro. Y la consideración de la energía instalada, concepto que no corresponde con el de la energía consumida, puede resultar injusta y onerosa para numerosas industrias. Una siderurgia, por ejemplo, puede reducir su consumo eléctrico siguiendo las directrices de ahorro energético, pero nunca procederá -por razones de seguridad (los hornos no pueden apagarse)- a reducir la potencia instalada.
Por otra parte, en lo referente a fabricación, el anteproyecto se ha limitado, según los empresarios, a considerar los datos de potencia instalada, plantillas y beneficios el 1975, y multiplicarlos por dos a efectos del impuesto. El desfase entre las condiciones y resultados económicos de 1975 y los de 1981 es evidente, en líneas generales, para la mayoría de las empresas.
La contribución industrial plantea, por último, una serie de objeciones de tipo técnico, que tienen mucho que ver con la naturaleza tosca de este impuesto. Es una figura que grava beneficios presuntos, pero no reales.
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