Marchais, Mercieca, Tintin, Brazza y los otros
Las situaciones históricas tienden a repetirse; cuando el legendario coronel Brazza, atraído por el enigma insondable del Congo, exploraba la geografía misteriosa de sus riberas con el noble propósito de mostrar a los autóctonos la manera de utilizar sus recursos naturales y aportarles la dignidad y beneficios de la civilización europea, tenía por costumbre entablar diálogo con los jefes y reyezuelos locales, en paciente y loable esfuerzo por imbuir en sus inteligencias silvestres y rústicas la necesidad de comerciar pacíficamente con los blancos, elevar a sus hombres a la condición de seres humanos, acoger con los brazos abiertos la instalación de factorías, misiones, hospitales e iglesias; si, con cerrazón obstinada, se negaban a disipar las sombras de la ignorancia y la superstición, persistían en aferrarse a sus costumbres primitivas y bárbaras y, más grave aún, oponían una torpe e inútil resistencia a los ideales de progreso y justicia que el humanitario coronel encarnaba, éste no tenía otro remedio sino proseguir el diálogo con nuevos argumentos. Evitando la dureza y crueldad gratuitas de otros abanderados de la vocación ecuménica europea, se limitaba a instalar sus penates en la zona escogida y ahuyentar a los obtusos recalcitrantes con los disparos de una cañonera.El 24 del pasado mes de diciembre, a las cuatro de la tarde, a fin de manifestar su desacuerdo con la decisión de acomodar temporalmente a trescientos obreros de Malí transferidos desde la alcaldía vecina de Saint Maur, conforme a la nueva política del partido comunista francés de frenar la inmigración y oponerse a la creación de guetos en los municipios que regenta, una pacífica delegación de una cincuentena de personas, entre las que figuraban el alcalde de Vitry, Paul Mercieca, sus adjuntos y varios consejeros municipales, acudió a dialogar con los africanos recién instalados en el hogar de la rue des Fusillés, portadora de un insólito obsequio navideño: un bulldozer. El jueves día 25, el alcalde explicaba lo ocurrido al enviado especial de L'Humanité: «Me presenté en el hogar para informar a los trabajadores malienses de la gravedad de la situación y les exhorté a intervenir con nosotros en la prefectura». En el mismo reportaje, Guy Poussy, secretario de la Federación del PCF en el departamento de Val de Marne, añadía que se dirigió a los inmigrados, «a pesar de la violenta hostilidad del jefe de tribu, invitándoles a dar pruebas de dignidad»; esto es, tratando de imbuir en sus inteligencias silvestres y rústicas la necesidad de rehusar el techo provisional que se les ofrecía en un bello gesto de solidaridad con el partido de la clase obrera francesa. Cerrados al lenguaje de la razón y la inteligencia, sin comprender que su masiva y morena irrupción podía ser la gota de agua que desbordara el vaso de la paciencia de una comunidad laboriosa duramente afectada por la crisis económica y con los, nervios a flor de piel a causa del alto porcentaje de grupos étnicos extraños, los trabajadores de Malí rehusaron la invitación a participar en una marcha de protesta a la prefectura de Val de Marne y la municipalidad derechista de Saint Maur. Ante su increíble negativa a comportarse como seres civilizados y políticamente adultos, a acoger con los brazos abiertos a aquella delegación fraternal portadora de los valores ecuménicos del progreso -inquietos tal vez, dicho sea en su descargo, por la perspectiva de volver al ruinoso hogar de Saint Maur, que habían abandonado, o de pasar la fría noche navideña al sereno-, el alcalde Mercieca resolvió reforzar el diálogo con nuevos argumentos: el bulldozer envuelto en celofán y un vistoso lazo tricolor del socialismo aux couleurs de la France entró en funcionamiento y los visitantes procedieron a arrancar febrilmente puertas y ventanas, destruir canalizaciones de gas y calefacción, cortar líneas telefónicas y eléctricas, derribar tabiques y armarios, obstruir las salidas de emergencia ante la consternación e impotencia de aquellos negros obtusos que, como en tiempos del coronel Brazza, no comprendían sus verdaderos intereses de clase y ofendían con su imponente e intempestiva presencia la fina epidermis y delicada sensibilidad social del pueblo trabajador autóctono, en cuyo seno tenían la desfachatez de incrustarse.
Mientras el alcalde y sus consejeros celebraban la Nochebuena en familia y los negros recorrían como fantasmas sus habitaciones devastadas, se armó la de San Vitry. La Prensa desviacionista y antipatriótica, encabezada por Libération -ese contumaz defensor de objetores de conciencia, insumisos, lumpens, invertidos, drogadictos e tutti quanti- puso el grito en el cielo ante esta nueva y eficaz demostración de internacionalismo proletario. Editoriales, reportajes y artículos de Le Canard Enchaîne, Le Matin, Le Nouvel Observateur, incluso Le Monde, creían advertir malignamente tufos de racismo y xenofobia en la justa y prudente política del PCF de evitar nuevas tensiones «entre las diferentes etnias y las familias francesas» (L'Humanité dixit), de exigir que las alcaldías «limiten el volumen global de la ayuda social a los inmigrados» (ídem), de restringir en las que ya controlan «las atribuciones de viviendas HLM a las familias extranjeras» (Le Travailleur, 24-10-1980), de imponer un numerus clausus de niños árabes y africanos en escuelas y colonias de verano (ídem), de amenazar con la ocupación de las viviendas sociales disponibles para alojar a los franceses (ídem), de clamar con el dignísimo alcalde de Vitry: « ¡Basta ya de guetos! ¡Ni un inmigrado más en nuestros ayuntamientos! ». La Prensa giscardiana, olvidando la actual convergencia de puntos de vista entre el Gobierno y Marchais, aprovechaba también la ocasión inesperada de verter lágrimas anfibias sobre los trabajadores africanos y poner en tela de juicio el discernimiento y sentido de responsabilidad de los organizadores del diálogo: al secretario de Estado encargado de la inmigración le faltó tiempo para correr a entregar a las presuntas víctimas un soberbio alta fidelidad en prueba de solidaridad y simpatía.
Las asociaciones de inmigrados y ligas antirracistas se unieron al coro de plañideras. Respondiendo a una convocatoria del rector de la mezquita de París, 6.000 musulmanes -adictos de una religión conocida precisamente por su fanatismo y barbarie- se congregaron en una «solemne oración imprecatona contra la municipalidad comunista de Vitry en la persona de su descarriado alcalde», acusando nada menos a éste de haber abusado «de su autoridad y de su fuerza contra creyentes míseros, desarraigados, inocentes e indefensos». Tan sólo Le Parisien Liberé y Minute se han abstenido de criticar al PCF y a Mercieca, aunque achacan su brusca toma de conciencia social a preocupaciones y cálculos electorales. Lo que hoy expresan los colegas de Marchais -Nous disons, nous communistes, oui, il faut arréter Pimmigration- lo vienen advirtiendo en sus columnas, desde hace mucho tiempo, Jean Marie Le Pen y otros patriotas atentos a la creciente exasperación de las masas: «¡Hemos cruzado ya el fatídico umbral de tolerancia! ».
El síndrome alérgico, al que el alcalde de Vitry y sus consejeros trataron de aplicar heroico remedio, obedece, en efecto, a un notable fenómeno social descubierto hace medio siglo por los sociólogos de Chicago: este mal americano -cuyo origen, probablemente por un exceso de patriotismo mal entendido, L'Humanité ha preferido silenciaraparece en las clases medias en épocas de crisis e interesa exclusivamente a las comunidades blancas. La tolerancia de la población nacional de origen europeo a la presencia o vecindad de un grupo exótico se halla en función directa a la importancia cuantitativa del último: cuanto más denso y visible sea, mayores serán las probabilidades de emergencia de síntomas y reacciones de rechazo. Una vez alcanzado el tipping point, el inevitable umbral de tolerancia, el mal corre el riesgo de transformarse en epidemia y adquirir proporciones alarmantes: las relaciones de la comunidad aborigen con las extranjeras, de la blanca con las no blaricas, se deterioran, la cohabitación se vuelve difícil, el aguante cede e! paso a la cólera, los sentimientos reprimidos llegan a un punto de saturación. El gruposocial afectado -clases laboriosas, pequeños burgueses, rentistas, while collars- vive en un estado de ansiosa vigilia y cualquier imprudencia de los alógenos puede ocasionar el chispazo fatal: los olores de aceite y especias de su cocina iiacomodan, los gritos de sus hijos en la escalera sulfuran, el alboroto y música de sus fiestas ponen los nervios de punta. La llegadade una familia meteca a un inmueble origina a punto fijo ruidos, promiscuidad, hurtos, depredaciones. Los nacionales, o blancos, se ven obligados a mudar de barrio y son sustituidos inmediatamente por nuevos metecos: los pisos se desvalorizan, los nquilinos honestos huyen, el dueño suprime los gastos de manutención. Ante tal cúraulo de calamidades, el infeliz autóctono se siente amenazado, experimenta ramalazos de angustia, se atrinchera al anochecer en su apartamento, adiestra a su mastín al ataque, adquiere un revólver para defenderse. Una discusión banal a propósito de las basuras, un comentario de soslayo sobre su proverbial falta de limpieza, un encuentro a deshora, una simple mirada aviesa, y es el drama. La convivención se ha convertido en un polvorín.
El síndrome americano parece haber ganado desde hace algún tiempo nuestro continente, y se manifiesta lo mismo en los ale daños de la Universidad Patricio Lumumba, de Moscú, respecto a los becados poltrones del Tercer Mundo, que en el barrio berlinés de Krezberg, con los integrantes de la Pequena Anatolia o las zonas más inhóspitas; e insalubres de Londres, con antillanos y paquis taníes. Un día es un grupo de estudiantes belgas que apalea a los obreros árabes con quienes se cruza en la calle; otro, el Ayuntamiento de Hernani el que decide expulsar a los gitanos acampados
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en su sucio. No se trata de racismo ni de xenofobia, no vayan ustedes a pensar mal: es el umbral de tolerancia estudiado por Bogardus, Westie, los hermanos Duncan y otras lumbreras- de la ciencia. Como en Norteamérica, el actual tipping point concierne tan sólo a las comunidades educadas conforme a los sanos principios de la civilización occidental y cristiana: ni semitas, ni africanos, ni orientales parecen preocuparse con él. Como advirtió Quevedo, el negro es un borrón entre los blancos, pero el blanco no es una mancha entre los negros. Durante la euforia económica de los sesenta, dicho fenómeno permaneció en estado latente. La Comunidad Económica Europea necesitaba los brazos de millones de inmigrados para fabricar sus automóviles, construir sus autopistas, edificar sus inmuebles: tanto los Gobiernos como el buen pueblo preferían cerrar los ojos. Las víctimas del síndrome se reclutaban por aquellas fechas entre los abonados a Le Parisien Liberé o la Prensa de Springer. Pero, a partir de la subida de los precios del crudo y la subsiguiente crisis económica, los síntomas comenzaron a atañer a nuevos y cada vez más amplios grupos sociales. La angustia e inquietud, hasta entonces difusas, se concretaron. Las cosas no podían seguir así, los buenos franceses o belgas o alemanes no se sentían ya en su propia casa había que gritar alto a aquella taimada invasión.
Este verano, los semanarios franceses de gran tirada y la Prensa sensacionalista parisiense sirvieron de caja de resonancia a una retahíla de dolencias: llegan siempre con toda la prole, ocupan las viviendas baratas, simulan enfermedades y accidentes para disfrutar de la ayuda social. Dese una vuelta por nuestro barrio, y no tropezará sino con ellos. Tenemos miedo a tomar el autobús, cruzar el patio a oscuras, sacar a pasear al perro. Con toda esa gente por la calle, la ciudad parece un poblado africano, un zoco, una cabila. La llegada de una familia argelina a un inmueble significa que treinta personas utilizan el ascensor, orinan en los pasillos, pintan grafito en las paredes. Si veo a una mujer árabe cargada de hijos y todavía preñada, es más fuerte que yo, se me sube la sangre a la cabeza. ¿De dónde viene el dinero para mantenerlos? ¡De nuestros bolsillos! Algunos entrevistados trazaban una línea divisoria entre los buenos inmigrados -españoles, portugueses, vietnamitas-, casi siempre discretos, amables, servíciales, limpios, y los inasimilables e indóciles -árabes y negros, tenazmente apegados a sus costumbres y atuendos. En vez de disimular su presencia y procurar hacerse invisibles, estos últimos hacen gala de su negritud y acentúan sus rasgos distintivos: jóvenes de ambos sexos exhiben peinados afros, como esas infantas ridículas pintadas por Velázquez; sus collares de abalorios, chilabas y caftanes son un desafío al buen gusto; algunos fanfarronean en turbante como gallos de pelea; sus mostachos rizados apuntan con viciosa provocación. P ues no sólo no se muestran agradecidos del trabajo que les damos, sino que encima se vuelven respondones: en estos tiempos de paro y quietud social tienen la desfachatez de declararse en huelga, como los mineros marroquíes en Lorena y los barrenderos del Metro. Son ellos los racistas, y no nosotros. Cuando en las paredes de mi barrio pegaron un cartel que decía «La Liga Arabe gobierna en Francia», un sinvergüenza escribió debajo: «¡Es la mejor solución! ».
Atento siempre a los deseos y reflejos de defensa de las masas, el representante máximo de la clase obrera no podía permanecer indiferente a la gran marejada nacional. En los últimos meses, después de poner inútilmente en guardia a las autoridades estatales contra el peligro que entraña la transgresión del umbral de tolerancia, decidió, con la madurez y cordura propias de un partido de masas que aspira a responsabilidades de gobierno, pasar directamente a los hechos y atacar el mal en su raíz: tal fue el propósito de la original e inopinada visita navideña al hogar de Vitry. La aprobación casi unánime de sus electores -admitida incluso por los gacetilleros de Libération- muestra que Mercieca y sus superiores no andaban errados. Reclamar un «reparto equitativo» de los obreros negros y árabes, exigir la interrupción absoluta de la inmigración, es la forma más segura de combatir el síndrome americano y evitar el racismo, como el envío de cuerpos de ejército, tanques y aviones feministas soviéticos es la mejor manera de acabar, a golpes de napalm y bombardeos, con la opresión de la mujer afgana y el régimen feudal de las tribus.
Desdichadamente, para los creadores de la nueva imagen popular del PCF, algunos intelectuales supuestamente marxistas parecen no haber comprendido la problemática real de las clases laboriosas ni el internacionalismo bien entencido cuando denuncian su política de «regla mentos raciales» y «deportación planificada, so pretexto de dife rencias nacionales, históricas o étnicas». « En vez de reclamar nuevos medios de ayuda a los más desfavorecidos», escribía cínicamente uno de ellos, un judío cosmopolita y apátrida, na cido por casualidad en Francia, «en vez de exigir el pleno disfrute de todos los derechos inherentes a la nacionalidad para la totalidad de los habitantes del país, cualquiera que sea el lapso de su es tancia en nuestras minas y nuestras fábricas, la izquierda pide tan pronto el reparto de la inmigración como su cese. Uno cree soñar. Atrás quedan los tiempos en que Leo Frankel, judío húngaro, podía ser diputado de los obreros parisienses... ¿Conce der derechos iguales a todos? ¿Imaginan ustedes a un senegalés consejero municipal comunista de Ivry, a un yugoslavo diputado socialista, a un árabe ministro de Trabajo? ¿A dónde iría Francia?».
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