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Una orquesta antiburguesa

Todos, ellas y ellos, en torno a los veinte años; todos, ellas y ellos, sin mucho aire de bohemia, de vestimenta alegre pero correcta, tipo más bien de universitario trabajador. La cámara que registra parece diseñar el gesto de cada uno, gesto de tensión y de naturalidad a la vez porque tocan, sí, pero quien les conduce canta y hace que canten: pueden estar tensos y relajados porque frasean, respiran. La batuta lleva la segunda sinfonía de Brahms con una pizca de retención en el tiempo: así, no hay frase sin remate, ni cadencia sin respiro, ni cumbres con borrasca. ¿Quién toca? Una orquesta «europea» en la que no están ni los del Este ni, ¡ay!, España, sino sólo los del Mercado Común. Durante meses, los conservatorios europeos seleccionan sus mejores alumnos de fin de carrera, ensayan luego durante muchos días y, después, a recibir clamores. Claro, que quien ha trabajado con ellos, quien les ensaya, es nada menos que Claudio Abbado. Este director italiano, en la cumbre del éxito mundial, pelea contra los vicios del divismo, contra la música como mercancía impuesta, a la vez, por las agencias y por el público/carroza: la pelea consiste en bañarse en humanidad, en ternura, a través de un incansable diálogo, para hacer de una orquesta «comunidad», «profesores» de unos alumnos y de un público «otro» público. Sí, ya sé que en América se hacen estas cosas, que Berstein ha redimido todo un capítulo de televisión -capítulo que se hace caricatura cuando se ha imitado entre nosotros-, pero, esto, lo de Abbado, es, en verdad, otra cosa, porque la juventud que dirige es distinta; distinta porque no creo engañarme al pensar que esos músicos de conservatorio han pasado estrecheces, dificultades que no tienen los universitarios americanos; distinta en grado más alto porque tocan Brahms y en esa coda del primer tiempo, cuando el recuerdo del vals habita ya en las estrellas, esa juventud hereda, sin proponérselo, todo lo que hay de entrañable en la vieja Europa.EI éxito enorme de esta orquesta de jóvenes apunta hacia varios capítulos, uno de los cuales, fundamental, no se limita a la música: que la comunidad europea no sea sólo «económica», que lo sembrado en espíritu por Madariaga en Brujas logre sus fines y aumente sus medios, que no sea «ornamental» esa nueva Academia de Europa. Musicalmente, el empeño es de gran trascendencia, precisamente porque ya tiene solera de varios años, pues el gran defecto de los conservatorios, con el predominio del piano, del canto y del violín, es el de querer sacar siempre grandes figuras (como esto ocurre de cuando en cuando, en proporción mínima, el resto, no preparado para oficio «normal», queda con un complejo de frustración). En plata: no se ve como cumplimiento de vocación de «artista» el sentarse en un atril de orquesta sinfónica. Mucha culpa de esto tienen nuestras clases medias: se ilusionarán con un hijo que se sorba Liszt a los catorce años o con una hija que cacaree ópera a los dieciocho, pero no creerán que ser músico de atril, a pesar de ser llamado «profesor», sea tan digno, más digno que un destino burocrático o que un empleo en banco. El motivo que hace años justificaba un poco esa actitud ya no existe. Las grandes orquestas garantizan buen sueldo y estabilidad, pero es irritante, obligando a postura de fiscal contra los centros de enseñanza, el que haya interinos, el que no se cubran las plazas por falta de preparación en los candidatos. Se necesita un sistema de cursos «superiores» que preparen de verdad para la orquesta, preparación técnica, sí, pero no menos humana, cultural. Abbado les dirige Brahms, pero antes y después, en el ensayo y en los descansos, les enseña lo que hay de espíritu en las partituras.

Esta orquesta de jóvenes da también una lección a la orquesta de los mayores, a los que están ya en los atriles. Aquí, en Italia, pasa como en España: sí, siguen lo mismo, y lo que pasa yo lo centro en los minutos anteriores al concierto, nada de concentración, de silencio, de repaso -si alguno repasa, contribuye al barullo-, sino ruido, discusiones, echar cuentas de lo que se recibe, desahogos de malos humores, consulta de quinielas, chalaneo de grabaciones y, de repente, ihala!, a salir, a toca, a presentarse en el escenario con cara de rabia, de guasa o de cálculo. Y no digamos en los ensayos. Cada parada para corregir, pleamar de charlas, invectivas y baIadas, eso que deja estupefactos a los directores no latinos. Desde los conservatorios hasta las orquestas se hace necesaria una clase sin aula, unas lecciones sin profesor, un clima colectivo en el que se aprenda «señorío», dignidad, orgullo sano de «artista» y no mentalidad comerciante de «artesano». Los chicos de esa orquesta, ellas y ellos, tan correctos, no tienen pinta aburguesada, pero la obligada elegancia del arco unánime, el gesto necesario para que el timbal domine sin gritar, saben a señorío. ¡Qué contraste a veces entre el suspirado frac del concierto y la tertulia de la tasca de enfrente! Sí, yo daría a los mayores una sesión de video que recogiera el concierto de esa orquesta de jóvenes: allí no hay atriles «últimos».

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