_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El eco de John Lennon

Un hombre de negocios británico, diputado conservador de larga tradición en los Comunes, me preguntaba -y se preguntaba hace unos días cómo era posible que la muerte de Lennon a manos de un perturbado seguidor hubiera tenido en Estados Unidos mayor repercusión que el asesinato de Kennedy, desde el punto de vista del fervor popular. «Nadie ha tenido la capacidad de obtener diez minutos de silencio meditabundo de un inmenso y espontáneo gentío congregado en el Parque neoyorquino a petición de la misteriosa compañera del fallecido». «Algo se está cuarteando en el edificio de nuestra sociedad», añadió en tono admonitorio. El eco de la desaparición del cantante y compositor ha sido, en efecto, inmenso y reiterativo. Una cuerda sensible del mundo joven fue pulsada por la tragedia inesperada, arrancando tina nota de profunda y desesperada melancolía. No era sólo la brutal interrupción de la vida del artista lo que empujaba al emotivo y multitudinario duelo, sino, de alguna manera, el hecho de celebrar el final de una época. La beatlemanía tuvo su lugar en un tiempo determinado y en unas generaciones concretas de Gran Bretaña, primero, y de Norteamérica, después. La proliferación discográfica, radiofónica y televisiva hicieron el milagro de su difusión universal. El planeta entero se contagió no sólo de un compás, sino también de una sintonía.En el profundo y poco conocido sistema de los ritmos vitales y cósmicos de la vida del hombre hay un cierto número de latidos que responden a coordenadas sustanciales de la existencia. Las madres saben que la pulsación de su corazón es el sonido tranquilizador del niño recién brotado de su seno. El ritmo circadiano o cotidiano definido en 1960 por Halberg en Estados Unidos forma parte de nuestra vida fisiológica, como el lunático o el solar. Es evidente, aunque todavía mal conocido, el influjo de los compases rítmicos en el ánimo de los hombres. La antiquísima presencia de las cajas o tambores en las formas de actividad militar tiene su raíz en esa oscura pero evidente relación. Pienso que la generación del beatle que se engendró en las noches de la guerra y posguerra mundiales y llegó a su adolescencia en los años sesenta fue una explosiva búsqueda en pos de un nuevo ritmo que diera expresión a una delicuescencia que atraía hacia sí la amargura. vital que flotaba en el aire y la absorbía lentamente a través de la canción y de su acento. No soy experto musical y escribo como profano. La nueva forma de expresión sonora que representó el lennonismo creo que fue, ante todo, la irrupción de un pulso alternativo distinto en el flujo musical de la danza y del canto populares. Su inmediato y enorme atractivo tenía que ver con el aire de inocencia e idealismo de los tiempos iniciales del

Pasa a página 10

El eco de John Lennon

Viene de página 9

cuarteto adolescente. «Las canciones lentas paraban el corazón; las rápidas inyectaban adrenalina en las venas; pasaban de la ternura amorosa susurrada al grito fabuloso de la aventura», escribía un crítico de aquellos tiempos.

Escuché muchas veces, en París y en Nueva York, esa intercadencia que lo invadía todo como un huracán anglosajón de sentimiento y desgarro, ruptura y esperanza, frustración y consuelo. Porque el fenómeno era en inglés como se produjo, y se continuó luego en inglés americano. Fue universal en el concepto y en el mensaje, pero británico en su esencia y formalismo. Y, por supuesto, en la insolencia y en el desafío. El capital de popularidad social adquirido por la ola beat quiso ser aprovechado en distintas direcciones, como ocurre siempre cuando se toca con acierto una vena neurálgica a la que responde masivamente la convocatoria de la gente. Por eso hubo sucesivamente involuciones y desvíos y actitudes progres y reclusiones domésticas en sus protagonistas. Se pasó del Vietnam y el amor permisivo y el pacifismo y las drogas al paternalismo amamantador. Por eso también, un mal día, al desaparecer el empresario que mantenía la difícil unidad del grupo se deshizo éste en una inexorable dispersión que acabó literalmente con una determinada época. La era del rock-beatle fue la orquestación de los sueños y esperanzas de una generación. Se dijo que el frenesí de esta música juvenil y contestataria era un himno arrollador de la alegría del vivir del triunfo del hombre sobre la muerte y los usuales alabarderos de ésta. Es posible que sea así. A mí, personalmente, me impresionaba por el dejo final de melancolía que llevaba consigo. En el Mercader de Venecia hace decir Shakespeare a Jessica: «Nunca estoy alegre cuando escucho buena música». Acaso la razón de esas palabras esté en su condición de ser un lenguaje universal. Y, como explicó Byron, si el hombre tuviera oídos hallaría armonías en todas las cosas como recogidas del eco de las esferas universales. Donald Andrews, en su The simphony of life, llega a describir el movimiento armónico de los sonidos como caso particular de una interpretación general del universo con clave musical y matemática, a un tiempo, en la que las formas geométricas de los instrumentos vienen condicionadas por esa armonía inmanente. También se estudia ahora la influencia de la música sobre todo lo que vive -animales, plantas y hasta bacterias- con resultados sorprendentes, pues cada especie revela una resonancia preferente y distinta. ¿Cómo va a ser el género humano indiferente a esa vinculación profunda? El episodio de esta nueva música fue un hecho sociológico de nuestro siglo tan importante en su área específica como la era del átomo, la invasión de la telemática, la astronáutica espacial o el descubrimiento de la molécula básica común de la vida en el planeta.

Nadie se conmovió ni se alarmó en Occidente por la revolución rock. Su historia fue la de un rastro fulgurante, como un gran relámpago de sonidos y canciones que apareció de repente en el horizonte y que llevaba dentro de sí una carga de riqueza imaginativa, fuerza desbordante y el dardo de la ironía, punzante y agresivo contra los principios y los prejuicios de la sociedad en que se movían. Pero el establishment político más rígido de la Europa democrática, el de la Monarquía británica, reconoció públicamente la trascendencia del nuevo clima artístico que representaban Lennon y sus muchachos, condecorándoles oficialmente en memorable ocasión a despecho de sus burlas y desdenes públicos y atroces. En Estados Unidos el duelo de Lennon ha sido compartido por el Gobierno y los dos presidentes, el incumbente y el vencedor, porque en un sistema democrático una marea de esta naturaleza no puede pasar inadvertida, ni dejar de integrarse en alguna medida en la dinámica social. También es sintomático que la Unión Soviética haya prohibido en su territorio la conmemoración popular del cantante asesinado. La libertad con música, cantada por muchos, es funesta y arriesgada para el dogmatismo excluyente y autoritario. Cuando del Gobierno de nuestra reina Isabel II desterró al bardo del fuerismo vasco, José María Iparraguirre, en 1857, la justificación del hecho fue la de que «un vagabundo con buena voz, talento musical y una guitarra podía poner en pie, de nuevo, al país entero» tras de sí.

Es curioso anotar el dato de la importante fortuna amasada por el artista hippie. Según los últimos cálculos, alcanzaban sus bienes más de doscientos millones de dólares, sin tener en cuenta el río de dinero incesante que supone la caudalosa demanda de sus casetes y discos. Lennon era uno de los hombres más ricos de Gran Bretaña y quizá el de mayor ingreso anual del Reino Unido. También Picasso fue el español más rico de nuestro tiempo a pesar de su atuendo bohemio, su vida sencilla y su carné del PCE. Es un nuevo hecho histórico que surge en nuestro siglo XX, el del artista que se convierte en supermillonario a través de su arte. Imaginaos a Fidias dueño del mayor tesoro de Atenas; al Masaccio propietario de un palacio en Florencia; a Mozart viviendo en su castillo en el Tirol. La gran riqueza es ahora, en ocasiones, la recompensa en vida del genio creador.

Oyendo cantar al coro de los cuatro jóvenes se adivina aquello que quiso decir John Lennon de que al grabar los discos o en las actuaciones públicas el rockero, «debía dar todo de sí, abrir su espíritu hacia los demás y hacerse, por ello mismo, vulnerable». Esa entrega a una vorágine de tensiones y luchas hacía de la vida de estos hombres un drama cotidiano. El arte les consumía con su arrolladora y voraz secuela de espectáculo, de negocio y de publicidad. Doscientos millones de discos vendidos en el mundo entero, hasta la fecha, representan una cifra estadística abrumadora. «Esto es una cosa que finalmente acaba con uno», gustaba de repetir el hombre que ahora ha caldo víctima de un oscuro psicópata que suplantaba su personalidad. El riesgo de los locos es el duro precio que paga la fama burbujeante. Longfellow, el gran poeta norteamericano que tradujo los sonetos de Lope de Vega al inglés, escribió en la Leyenda Dorada un bello poema, «The singers», del que son estas estrofas que podían servir de epitafio a John Lennon: «Dios envió a los cantantes a la tierra con canciones de tristeza y de regocijo para que tocasen el corazón de los hombres y les trajeran de vuelta al cielo».

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_