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Guatemala, un genocidio que dura 20 años

Frente a las cámaras de Televisión Española, recientemente en Madrid, como ante el cuarto tribunal Russell, en el pasado mes, los dos indios guatemaltecos declararon con el rostro cubierto con el velo de los mayas. Era una manera de significar la falta de reconocimiento de los indios, durante siglos, en el tribunal de la historia.

Guatemala es, por varios títulos, el país más extremo de América central. Al Estado, que no tiene presos políticos, se le adjudican unos 30.000 muertos en los últimos veinte años.El mundo supo de la situación en Guatemala por dos hechos espectaculares: el asalto a la embajada española que habían ocupado los campesinos del Quiché tras quince días de peregrinación por la capital pidiendo los cuerpos de sus compañeros muertos, la devolución de los últimos secuestrados y el cese del terror militar. El otro fue el abandono del obispo Juan Gerardé y de todo su clero, incluidas las monjas, de la diocésis del Quiché, a raíz de un intento frustrado de asesinato del obispo, colofón a una cadena de terrorismo oficial que había costado la vida a cinco sacerdotes, entre ellos los españoles José María Grad y Francisco Villanueva.

La originalidad de la situación guatemalteca radica en un doble factor: la mayoría india de la población (50% de indígenas y el resto de mestizos o «ladinos») y el papel de la religión en todo el conflicto político. Estos dos datos, que se dan ejemplarmente en el Quiché, han convertido a esta provincia del altiplano en la protagonista de la conflictividad guatemalteca. Como casi siempre que es cuestión de indios, en el principio era la tierra. Una tierra rica y fértil de donde se les echó a raíz del derrocamiento del Gobierno liberal del presidente Albenz, en 1954. Los indios tuvieron que refugiarse en la altiplanicie pobre del Quiché. Sin embargo, la acción desarrollista- llevada a cabo entre 1960 y 1975 preparó un éxodo organizado hacia las tierras vírgenes de la selva, donde un grupo de pioneros, empujados por el cura norteamericano Guillermo Woods, consiguió organizar a los indios en florecientes cooperativas agrícolas. Pero en 1970 tienen lugar los descubrimientos de importantes yacimientos de petróleo y níquel que despertaron el interés de las multinacionales y del Ejército, principal clase industrial del país. Constitucionalmente no podían expropiar a los indios, porque la ley garantiza la propiedad de la tierra a quienes la hayan explotado durante diez años. Para disuadirles comenzó una persecución dirigida, en un principio, contra los líderes más representativos, encabezada con el asesinato de Guillermo Woods, muerto en noviembre de 1976. Luego se pasó a escarmientos colectivos. El 29 de mayo tiene lugar la matanza de Panzós, de características similares a la de Santa María de Iquique, en Chile, donde fueron identificados 119 muertos, sobre todo mujeres y niños. Un año después, el 28 de julio de 1978, se producen las muertes de San Juan de Cotsal, donde el Ejército, tras un ataque guerrillero, diezmó a la población civil fusilando a sesenta jóvenes, entre los dieciséis y los veinte años. Sucesos parecidos ocurrieron en San Pablo de Baldío, en Chajul y en Nebaj.

La Iglesia

«En todos estos lugares», dice Justicia y Paz, que ha denunciado estos hechos, «el Ejército entra a la fuerza en los ranchos, toma células dinero y los collares de las mujeres rompe fotos, escrituras y amenaza a la gente». El periódico alemánSuddeutsche Zeitung completaba el cuadro reproduciendo las palabras de la central de los misioneros franciscanos: «Tenemos que esconder las biblias porque su posesión representa un peligro mortal. Quien intenta enseñar a leer o escribir, simplemente dar clases de religión, es un candidato a la pena de muerte».

La Iglesia guatemalteca se encuentra, sin embargo, profundamente dividido por el enfrentamiento entre les obispos y el cardenal Casariego, un asturiano que en varias ocasiones ha venido a España a ordenar sacerdotes del Opus Dei El cardenal de Guatemala, próximo a las posiciones del general Lucas García, declaraba recientemente ante las cámaras de televisión, a propósito del secuestro del cura Cenrado de la Cruz «que se lo llevarían porque no iba vestido de sotana y que él le hubiera dado tela para hacerse una» Frente a las acusaciones que se le han hecho de tolerar la represión gubernamental contra la Iglesia replicaba igualmente: «He denunciado los asesinatos, aconsejado al Gobierno que se contente con exiliarlos». Hace un año, siete obispos presentaron su dimisión por desavenencias con la política del cardenal, siendo aceptada la de Luis Manresa, jesuita conocido por su talante liberal. Los documentos críticos de los obispos suelen coincidir con ausencias del país del citado cardenal.

La situación interna de la Iglesia influye considerablemente en la marcha general, ya que en este país, donde todos son bautizados, una buena parte de la población india se llama «de la acción católica», denominación que indica allí la aceptación vital del cristianismo, en contraposición a «los de la costumbre», que son los indios en los que predomina la referencia a su religión ancestral. Pero en ningún caso la religión venida de Europa ha conseguido desplazar su sistema social de organización.

La comunidad es un concepto que engloba lo social y lo religioso. Sus principales son los líderes reconocidos por la comunidad y con autoridad en lo religioso y en lo político.

Líderes indios

Esos líderes indios son los que dominan en la lucha de liberación guatemalteca. Luchan por su tierra, que no es sólo tierra de cultivo, sino el seno vivo y maternal que da de comer a todos y permite la comunicación. «Adoremos la tierra», decía Juana, la india guatemalteca, «porque está formada con las cenizas de nuestros compañeros». A nadie ha escapado la importancia política de la religión en estos lugares; tampoco a los sucesivos colonizadores, que han ofrecido generosamente a los indios el alcohol y una religión milagrera para dorar las cadenas de la esclavitud bajo el pretexto de brindarles la posibilidad de una experiencia religiosa, al tiempo que quemaban sistemáticamente su libro sagrado, el Pol pol- Vuh. Por eso, cuando los campesinos del Quiché ocuparon la Embajada española, todos los indios esperaban acongojados, porque se acordaban de las palabras sagradas «que todos se reúnan, que no falte ni uno ni dos de nosotros, que ninguno se quede atrás de los demás». No volvió ninguno, las bombas de fósforo acabaron con todos. El quetxal, pájaro sagrado de sus ancestros mayas, lleva en su pecho plumas rojas, dicen, porque están manchadas con la sangre de Tecún Uman, muerto por los españoles en 1524. Es un rojo vivo animado con la sangre de tantos descendientes muertos. El Tribunal Russel acaba de condenar al Gobierno de Guatemala por «responsable, culpable y genocida».

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