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RELIGIÓN

Debate sobre el matrimonio civil en la presentación de la obra "2.000 años de cristianismo"

A la reconstrucción de la historia del divorcio se dedicó un grupo de especialistas reunidos en torno a Miguel Batllori y Aranguren, con motivo de la presentación de la obra 2000 años de cristianismo. «A cincuenta años de distancia, Azaña es uno de los grandes benefactores de la Iglesia española», decía el historiador Miguel Batllori. Aquel discurso del 13 de octubre de 1931, el de «España ha dejado de ser católica», no iba contra la Iglesia, sino contra los socialistas, cuya propuesta constitucional decía: «El Estado disolverá todas las órdenes, religiosas y nacionalizará sus bienes».

Con un discurso duro en la forma y moderado en el fondo, Azaña consiguió convencer a los socialistas de que desistieran de su proyecto. La historia tiene algo de maldita cuando relata acontecimientos en los que tienen que habérselas la Iglesia y el Estado. En esos casos las huellas se borran. Y en ningún tema posiblemente esté la historia tan distorsionada y sea tan desconocida como en el del divorcio, lema angular en las relaciones entre poder civil y religioso.Marciano Vidal recordaba los calificativos que a los obispos españoles reunidos en Roma merecía la ley de Divorcio que, en enero de 1870, preparaba la I República. Aquella ley civil, que era un remedo de la ley canónica, representaba para los obispos españoles un «inmoral concubinato», «escandaloso incesto», «asquerosa ley de mancebía» e «Introducción legal de la barraganería».

Sacramento e indisolubilidad

Pero, además, se negaba todo valor al matrimonio civil proclamando que, «cuanto en esa materia se acordase por la autoridad civil, en nada ligaría la conciencia de los fieles». En toda esa reacción latían dos convicciones incuestionadas: que el matrimonio válido entre cristianos es el sacramento y que la indisolubilidad es una tradición constante de la Iglesia.La realidad es muy otra. González Ruiz prevenía del peligro del fundamentalismo, que consiste en echar mano de un texto bíblico buscándole una validez que pierda de vista el contexto. Y esto les ocurre a los metropolitanos españoles cuando, en julio de 1932, insisten en que «Jesús proclamó la santidad e indisolubilidad del matrimonio». Según. J. M. Castillo, Jesús condena la unilateralidad y arbitrariedad del repudio en una sociedad que permitía al hombre deshacerse de su mujer por una comida mal hecha o porque ha visto a otra mejor vestida. El divorcio estaba casi exclusivamente de lado del hombre y a merced de cualquier motivo. La crítica de Jesús se limitaría, pues, a esa unilateralidad y arbitrariedad. Si además de esto se supone que con Jesús se inaugura una práctica sacramental, desde entonces ininterrumpida, el equívoco puede ser desmesurado, porque resulta que en los ocho primeros siglos no hay matrimonio eclesiástico. Para la Iglesia vale lo que ocurre en la plaza pública. A partir del siglo VIII se introduce una costumbre piadosa: la de festejar tamaño acontecimiento con una bendición del sacerdote, que tiene lugar a la puerta de la iglesia y después del rito civil. Sólo es en 1184 cuando por primera vez en un documento oficial, y por reacción contra las tendencias maniqueas, se denomina sacramento al matrimonio. Habrá que esperar a 1614, cuando la Iglesia meta dentro de la iglesia a la celebración del matrimonio y acabe desplazando el rito y la validez civil. Este pasado zig zaguearte, que dura hasta el Concilio de Trento, no parece que cuente mucho ante los obispos españoles cuando en 1931 escribían del matrimonio civil que era «una celebración nupcial a la que los católicos no atribuyen ningún valor, en virtud de un más alto imperativo espiritual».

Tampoco resulta tan evidente lo de la indisolubilidad. Bien es verdad, señalaba Manuel Sotomayor, que hay una tradición, vieja como el cristianismo, que afirma en teoría la indisolubilidad; sólo que la práctica de la Iglesia está lejos de ajustarse a esa teoría. Es incuestionable la práctica de repudio de la mujer en caso de adulterio. Así lo da a entender el Concilio de Arlés en el siglo IV, y Orígenes en el III, que, ante el caso de algunos obispos que han permitido casarse a una mujer, vivo aún su marido, sentencia que tal hecho va contra la Escritura, pero añade que «no han actuado enteramente sin razón porque parece ser que han admitido esa unión para evitar males mayores». Por supuesto que la justificación del repudio no se identifica con la legitimación de segundas nupcias. Pero también éstas son reconocidas en el Ambrosiaster, del siglo IV, y en los Penitenciales medievales, que no se limitan a casos de adulterios de la mujer, sino que contemplan los casos de guerra, en los que el marido es hecho prisionero. Entonces puede la mujer volver a casarse, y si el marido volviera queda en libertad éste para contraer nuevas nupcias. Ya bien entrado el siglo VIII, el papa Gregorio II concede segundos esponsales al marido cuya mujer por enfermedad no pueda dar el débito conyugal al esposo.

Tradición divorcista

En este repaso a la práctica eclesial hay que traer igualmente a colación la tradición divorcista de la Iglesia en Oriente.Al lado de esta tradición, que contempla la posibilidad del divorcio, habría que señalar la otra, que lo niega, ubicada en Roma y representada por hombres como san Jerónimo y san Agustín. Lo que conviene tener presente, decía Antón Matabosch, es que la tradición antidivorcista nunca cuestionó, hasta el Concilio de Trento, la validez de los tribunales civiles, incluso en caso de divorcio. Por eso, Casimiro Mariti pedía que se distinguiera entre el plano ético, donde el cristianismo puede proyectar su moral particular, y el plano jurídico, que regula pragmáticamente la realidad social.

La regulación del matrimonio siempre ha sido el escaparate más vistoso de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad, entre la religión y la política. Por eso, Aranguren recordaba que la hegemonía del matrimonio canónico coincide con la burocratización de la Iglesia, operada en Trento, que no es sólo reorganización interna, sino estrategia frente a la sociedad. De la historia parece desprenderse que la sociedad civil no deja de entender esa hegemonía canónica más que como una usurpación de sus propias funciones. Y no debe uno llamarse a engaño cuando la I República trata al matrimonio en los términos eclesiásticos de «perpetuo e indisoluble». El clericalismo dominante no podrá impedir que sesenta años después, al socaire de un feminismo lanzado, de un anticlericalismo pujante y por la fuerza del socialismo, reclame sin contemplaciones lo que considera suyo, como decía Jesús Martín Tejedor. La historia también en esto es maestra.

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