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Mata a sus padres y a su hermano porque no podía soportar las riñas conyugales

Juan Arias

El crimen cometido por el joven romano de diecisiete años Alberto Fatuzzo, que ha asesinado a sangre fría a su padre, Salvatore, de 53 años, a su madre, Giuseppina, de 47, y a su único hermano, Paolo, de once años, ha conmovido a la opinión pública italiana. Ha sido como un aldabonazo a la conciencia colectiva de los italianos, ya que esta vez no existe la excusa liberatoria de que el autor era un loco, un drogado, un desadaptado, un tímido, un homosexual, una víctima del proletariado o un descreído. Alberto era un joven que todos describen, aun ahora, como normal, alegre, simpático, dulce, religioso. Pertenecía a una familia burguesa. Su padre era aparejador, y su madre, fisioterapeuta, y vivían en un piso de clase media-alta.

Quien mejor habla de él es su párroco, Sergio, de la parroquia de San León Magno. Ha dicho textualmente: «Era uno de los mejores de la comunidad juvenil. Piadoso y empeñado socialmente. No rechazaba ni los trabajos más humildes cuando se organizaban campamentos con los ancianos, y en la última semana había trabajado con tesón a favor de las víctimas del terremoto. La pregunta que se han hecho todos los italianos es obvia: ¿Por qué un joven así ha cometido un delito tan monstruoso? Lo ha contado él mismo a los jueces con estas escalofriantes palabras: «Mis padres reñían siempre. Yo ya no podía más. Aquella noche, el pasado viernes, habían reñido también. Mi hermano Paolo se había asustado más que otras veces y se había encerrado en su habitación. También mis padres se encerraron en su dormitorio y allí siguieron riñendo, gritando e insultándose. En un cierto momento comprendí que así no se podía continuar y decidí una solución total. Cogí la escopeta de mi padre, un apasionado cazador, al que había visto mil veces cargar el arma, puse dos cartuchos y disparé sin decir ni una palabra a papá y a mamá. Ella murió en seguida, pero papá quedó sólo herido. Entonces volví a cargar la escopeta y le disparé otra vez, apuntándole bien a la cabeza. Cuando vi que estaba muerto me fui a la habitación de mi hermano que, asustado por los disparos, se había acurrucado en su cama. Le disparé sin decir nada y casi sin mirarle. Tenía que haberme matado también yo, pero cuando iba a apretar el gatillo me faltaren las fuerzas. Entonces pensé sólo en vivir y en cómo huir de las consecuencias.

Traslado nocturno de cadáveres

A las dos de la madrugadá se llevó el cadáver del padre, en vuelto en una manta, en el coche de la familia y lo escondió en un cañaveral al lado del Tíber. Al día siguiente, sábado, a la misma hora, llevó el cadáver de la madre, y el domingo por la noche, cuando llevaba el de su hermano, lo detuvo la policia y confesó. Mientras tanto, el domingo por la mañana, había estado en la parroquia, habí a oído misa y había participado en la comunidad juvenil. Por la tarde se había ido a comer una pizza con su novia, Lorella Pagnani.La famosa criminóloga María Gargiolli, catedrática de Antropología Criminal de la Universidad de Roma y perito del tribunal de menores, ha dicho que es un caso clásico de cómo no siempre se puede identificar el delito con la locura, polque en este caso el joven Alberto, era sanísimo de mente, un joven «dentro de la norma» y, además, de «familia bien». Pero añade que probablemente toda la agresividad, que explotó en él en unos segundos, se había ido acumulando año tras año, viendo reñir e insultarse a sus padres y teniendo que tragárselo todo porque sus padres, en el barrio, gozaban de mucho respeto.

Los sociólogos y psicólogos afirman que hay que respetar la única motivación que ha dado el joven: las riñas de sus padres. Y ponen en guardia a cuantos, a veces con demasiada ligereza, han usado el argumento del bien de los hijos en contra del divorcio. Se ha dicho muchas veces, afirmaban ayer algunos comentaristas, que para los hijos es siempre mejor «que los padres se queden unidos, aunque no se entiendan, que separarse», y concluyen que el caso de Alberto es significativo de lo contrario. Quizá si sus padres hubiesen tenido un día el coraje de desafiar a la opinión pública, que los creía ejemplares, y se hubieran separado, la tragedia no se hubiera cumplido ni para ellos ni para sus hijos.

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