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El pedómano Coluche

Un bufón llama a la puerta de la corte de Giscard. No lo ha hecho modosa, humildemente, sino con un aldabonazo que ha resonado a los cuatro vientos. El humorista Coluche sólo posee un mensaje, bien simple por cierto: «Vous nous enmerdez», refiriéndose a Giscard, Chirac, Mitterrand, Marchais y todos los demás.Los franceses están perplejos ante este clown de nariz colorada que quiere ser presidente de la República. Una sana broma, una muestra más del sutil esprit galo, un buen gag publicitario, un síntoma del mal gusto imperante, un tema de conversación en unos tiempos en que éstos escasean, un dato que revela el estado delicuescente de la democracia, una diversión ácrata apoyada por extremosos sin nombre, como Deleuze o Maurice Nadeau, un corte de mangas al sistema político, un acto subversivo por naturaleza... Hay opiniones para todos los gustos.

Este Coluche, humorista un poco hortera, cuya ideología se limita a la repetición de la palabra emmerdement, salta a la arena como portavoz de los desencantos, que en Francia son también legión. Su proceso mental ha sido, más o menos, el siguiente: puesto que la política es una farsa y los políticos unos payasos, nada tan coherente como que un payaso profesional entre en la farsa de la política, Con ello consigue la siguiente respuesta de sus presuntos electores: «Votando a Coluche, que no busca ser elegido, se vota contra la política actual y contra la política en general».

En este confuso contubernio se dan la mano los apolíticos, los desesperados de la política y ciertos marginados. Toda una amplia fauna ciudadana que crece y se arrastra por la Europa occidental como una ola que amenaza con barrer los presupuestos políticos tradicionales basados en la democracia parlamentaria. Este movimiento es, de alguna manera, cíclico. Se ha producido en los años treinta, en los sesenta: se diría que es un cansancio intrínseco al propio sistema democrático.

La boutade de Coluche, significativa, testimonial, regocijante para unos y desesperante para otros, sólo es concebible en este marco de hastío ante el espectáculo de la partitocracia estéril. En Francia -y no sólo en Francia- es demasiada la gente cuyo espacio político está sin representación. Los que -en términos prototípicos- lucharon en el mayo de 1968 o en el de 1974, cuando la unión de las izquierdas, creyendo que podrían cambiar la vida, con el tiempo han acabado aceptando que los que han cambiado son ellos y sus convicciones. Aceptar esta condición de material de derribo es pedir demasiado. Por eso se agarran a cualquier clavo ardiendo, incluso a sabiendas de que este clavo no es más que una broma finalmente cruel e ineficaz. Coluche resulta ser una pompa de jabón o -si se me permite- un pedo en medio de un salón fino y educado. Sus efectos son efluvios pasajeros y, desde luego, derecho al pataleo, tan reivindicado como derecho fundamental en las sociedades occidentales, no deja de ser un gesto ingenuo que el sistema admite, absorbe y transforma alborozado.

Conformarse con el mensaje de enmerdement propuesto por Coluche es una actitud patética. Pasadas las primeras risas de los primeros shows, la monotonía atacante del cómico va desfigurando la sonrisa hasta convertirla en una mueca histriónica o simplemente helada. Después del cachondeo, qué. Como escribe Le Monde, a fuerza de repetirse con sus enmerdement, Coluche va a terminar por nous enmerder a todos. A fuerza de empezar a tomarse en serio, Coluche empieza a cansar seriamente.

La broma de Coluche ni siquiera conlleva el recurso a la utopía, último refugio de los escépticos lúcidos. Vale la pena insistir: después de poner la piel de plátano bajo los pies de los políticos y reímos con la travesura, qué. La realidad va por caminos muy distintos y los pedos de Coluche no pueden nada contra ella.

Francia vive una especie de neofascismo fláccido (el calificativo no es mío) sazonado por la hipocresía. Mientras Coluche y sus acólitos juegan al pedómano para escandalizar a los tranquilos burgueses, Giscard vive una locura armamentista atómica, navega entre corrupciones, represiones y chovinismos, amparado en la pequeña vida chismosa de una izquierda arteriosclerótica, en tanto el racismo escala puestos cada vez más selectivos.

Terreno peligroso el que pisan estos «sin nadie» a los que Coluche hace tanta gracia. Lo verdaderamente desesperante para los que no encuentran opción a sus ambiciones de cambiar el mundo es que la opción de Coluche resulta la menos transformadora de todas, la que permitirá más aseadamente que Giscard, Chirac, Mitterrand y Marchais sigan representando sus papeles.

Ojos y oídos a los navegantes españoles. Aquí todavía no tenernos ningún Coluche, pero ya suenan insistentemente por ahí algunas voces de trayectoria bufonesca que empiezan a peerse en la democracia. Y no son sólo los nostálgicos de la plaza de Oriente.

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