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El nuevo oficio más viejo del mundo

El otoño de París empezó de pronto y tarde este año, con un viento glacial, que desplumó a los árboles de sus últimas hojas doradas. Las terrazas de los cafés se cerraron al mediodía, la viada se volvió turbia y el verano radiante que se había prolongado más de la cuenta pasó a ser una veleidad de la memoria. Parecía que en pocas horas hubieran pasado varios meses. El atardecer fue prematuro y lúgubre, pero nadie lo lamentó de veras, pues este tiempo de brumas es el natural de París, el que más le acompaña y el que mejor le sienta.La más bella de las mujeres de alquiler que hacen su carrera de rutina en las callejuelas de Pigalle era una rubia espléndida que en un lugar menos evidente se hubiera confundido con una estrella de cine. Llevaba el conjunto de chaqueta y pantalón negros, que eran la fiebre de la moda, y a la hora en que empezó el viento helado se puso un abrigo legítimo de nucas de visón. Así estaba, ofreciéndose por doscientos francos frente a un hotel de paso de la calle Dupere, cuando un automóvil se detuvo frente a ella. Desde el puesto del volante, otra mujer hermosa y bien vestida le disparó de frente siete tiros de fusil. Esa noche, cuando la policía encontró al asesino, ya aquel drama de Arrabal había retumbado en los periódicos, porque tenía dos elementos nuevos que lo hacían diferente. En efecto, ni la víctima ni el victimario eran rubias y bellas, sino dos hombres hechos y derechos, y ambos eran de Brasil.

La noticia no hizo sino poner en evidencia lo que ya se sabe de sobra en Europa: la prostitución callejera de las grandes ciudades es ahora un oficio de hombres, y los más codiciados de entre ellos, los más caros y los mejor vestidos son jóvenes latinoamericanos disfrazados de mujer. Según, datos de Prensa, de doscientos travestidos callejeros que hay en Francia, por lo menos la mitad ha llegado de Brasil. En España, Inglaterra, Suiza o Alemania Federal, donde el negocio parece ser todavía más fructífero, el número es mucho mayor y la nacionalidad más variada. El fenómeno tiene matices diversos en cada país, pero en todos se presenta como un cambio de fondo en el oficio más antiguo y conservador del mundo.

Cuando estuve en Europa por primera vez, hace unos veinticinco años, la prostitución era una industria próspera y ordenada, con categorías exactas y territorios muy bien repartidos. Yo llevaba todavía la imagen idílica de los burdeles del Caribe, aquellos patios de baile con guirnaldas de colores en los almendros, con gallinas impávidas que andaban picoteando por entre la música y bellas mulatas sin desbravar que se prostituían más por la fiesta que por la plata y que a veces incurrían en la descomunal inocencia de suicidarse por amor. A veces, uno se quedaba con ellas no tanto por la vagabundina -como decía mi madre- como por la dicha de sentirlas respirar dormidas. Los desayunos eran más caseros y tiernos que los de la casa, y la verdadera fiesta empezaba a las once de la mañana, bajo los almendros apagados.

Educado en una escuela tan humana, no podía sino deprimirme el rigor comercial de las europeas. En Ginebra merodeaban por las orillas del lago, y lo único que las distinguí a de las perfectas casadas eran las sombrillas de colores que llevaban abiertas con lluvia o con sol, de día o de noche, como un estigma de clase. En Roma se les oía silbar como pájaros entre los árboles de la Villa Borghese, y en Londres se volvían invisibles entre la niebla y tenían que encender luces que parecían de navegación para que uno encontrara su rumbo. Las de París, idealizadas por los poetas malditos y el mal cine francés de los años treinta, eran las más inclementes. Sin embargo, en los bares de desvelados de los Campos Elíseos se les descubría de pronto el revés humano: lloraban como novias ante el despotismo de los chulos inconformes con las cuentas de la noche. Costaba trabajo entender semejante mansedumbre de corazón en mujeres curtidas por un oficio tan bárbaro. Fue tal mi curiosidad que, años después, conocí a un chulo floriod y le pregunté cómo era posible dominar con puño de hierro a mujeres tan bravas, y él me contestó, impasible: «Con amor». No volví a preguntar nada, por temor de entender menos.

La irrupción de los travestidos en aquel mundo de explotación y de muerte no ha conseguido sino hacerlo más sórdido. Su revolución consiste en hacer los dos oficios al mismo tiempo: el de prostitutas y el de chulos de sí mismos. Son autónomos y fieros. Muchos territorios nocturno que las mujeres habían abandonado por su peligrosidad han sido ocupados por ellos a mano armada. Pero en la mayoría de las ciudades se han enfrentado a las mujeres y a sus chulos a golpes de mazo, y están ejerciendo su derecho de conquista en las mejores esquinas de Europa. El hecho de que muchos latinoamericanos estén participando en esta apoteosis del machismo no nos quita ni nos agrega ninguna gloria. Es una prueba más de nuestras perturbaciones sociales y no tiene por qué alarmarnos más que otras más graves.

La mayoría, por supuesto, son homosexuales. Tienen bustos espléndidos de silicón, y algunos terminan por realizar el sueño dorado de una operación drástica que los deja instalados para siempre en el sexo contrario. Pero muchos no lo son, y se han echado a la vida con sus armas prestadas -o usurpadas a golpes- porque es una mala manera de ganársela bien. Algunos son tranquilos padres de familia que hacen de día algún empleo de caridad y por la noche, cuando los niños se duermen, se van para la calle con las ropas dominicales de su mujer. Otros son estudiantes pobres que han resuelto de este modo la culminación de su carrera. Los más diestros se ganan en una buena noche hasta quinientos dólares. Lo cual -según dice mi esposa, aquí a mi lado- es mejor que escribir.

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