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Del diálogo y sus condiciones

Cuando hace unos días contestaba en estas mismas páginas al artículo de Sánchez Ferlosio «Tibi Dabo» no era, en realidad, mi propósito responder detalladamente al mismo, sino tomarlo de punto de apoyo para exponer algunas reflexiones que su lectura me había suscitado.El núcleo esencial de lo que quise decir era que los católicos estábamos llamados, junto con los demás ciudadanos, a hacer todos los esfuerzos precisos para crear un clima de diálogo y comprensión entre las diversas tendencias existentes en nuestra patria y, que los brotes de anticlericalismo, de los que el artículo en cuestión me parecía una muestra, no ayudaban a crear ese clima como no lo ayudaban tampoco los brotes clericalistas a los que también estamos asistiendo.

Es por ello por lo que me apartaba del artículo, que me servía de disculpa, con la afirmación de que una presentación simplificada de la historia del cristianismo y una manipulación de textos aislados del Evangelio, utilizada para presentar y apoyar la tesis expuesta sobre la alianza Iglesia-Poder, era falsa. Y que no sólo por su radicalidad, sino principalmente por la manera de presentarla, era un esfuerzo claro para romper el clima de diálogo, que a mí me parecía esencial en estos momentos.

El segundo artículo de Sánchez Ferlosio ratifica la impresión que me produjo el primero. En él, en efecto, me niega a mí, y conmigo a todos los católicos, por el mero hecho de serlo, toda capacidad y posibilidad de diálogo. Según él, la aceptación de unas verdades y el reconocimiento de una autoridad me incapacita para entablar cualquier diálogo. Soy yo, pues, al confesarme católico, el que hago imposible cualquier diálogo.

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La afirmación es grave, yo diría que muy grave, porque si lo que afirma es cierto, la convivencia entre los españoles, entre los que se da hoy un pluralismo ideológico claro, sería imposible en estos momentos y mientras no se consiga uno de estos dos objetivos, que son precisamente los que encarnan el pro y el anticlericalismo: volver a un régimen de nacional- catolicismo o borrar de la vida nacional toda huella de la religión católica.

Negar al católico, por el hecho sólo de serlo, el pan y la sal a la hora del diálogo es, precisamente, lo que yo llamo anticlericalisnio, y junto con los que quieren negar alos no católicos su derecho a expresarse -a lo que yo llamaba proclericalismo-, son los dos «ismos» que, indudablemente, estorban ese diálogo imprescindible para el futuro de España.

Y es referente a este punto sobre el que me gustaría añadir algunas precisiones. Cuando en España se instauró recientemente la democracia se introdujeron con ella los modos políticos que le son propios. Pero la política y su a veces estrepitosa forma de actuar no son sino la punta del iceberg de una realidad mucho más profunda, como es la de la vida social entera. La democracia, para cuyo funcionamiento es imprescindible, desde luego, el diálogo entre concepciones distintas y aun contrapuestas, sólo será viable si la sociedad entera, y no únicamente la clase política, se vuelve dialoelante, o sea si este espíritu se introduce en los diversos núcleos que hay en la sociedad y que van de las parejas, o las familias, a la serie de grupos intermedios que existen en el complejo entramado de las relaciones sociales.

Precisamente esta incapacidad de diálogo sobre muchos temas, y especialmente en el campo religioso, fue una de las principales causas de la escisión de España en dos bandos irreconciliables que terminaron enfrentándose en la lucha fratricida que todos recordamos. Esto demuestra lo importante que es cualquier esfuerzo que se haga para evitar que surjan situaciones parecidas a aquéllas. Pues bien, la obtención de este clima exige una serie de esfuerzos por parte de todos.

Exige ante todo, y en primer lugar, el respeto al otro, a todo el otro. Este respeto es el que yo echaba y sigo echando de menos, tanto en los pro como en los anticlericales. No, por supuesto, el que unos y otros se mantengan firmes en sus respectivas tesis. sino el que, elevándolas a concepciones dogmáticas excluyentes, olviden el derecho de los demás a expresarse y les nieguen la posibilidad siquiera de exponer lo que piensan. Hay, pues, que respetar a las personas, evitando incluso epítetos o calificativos despectivos o deshonrosos y a sus ideas, así como a su derecho a expresarlas.

Este respeto no implica ni abandono ni debilidad en las propias convicciones, sino aceptación de una realidad hoy por demás evidente: que hay en España una pluralidad de concepciones de la vida y que, al igual que reclamamos el derecho a vivir con arreglo a nuestras propias convicciones, hemos de reconocer el mismo derecho para los demás, sin otros límites que los que imponga la pacífica convivencia.

El diálogo precisa, en segundo lugar, una postura de escucha o atención que se esfuerce en captar las razones que puede haber en las posiciones ajenas y un intento de aceptarlas e integrarlas con las propias. Para que esta escucha sea posible hace falta una exposición desapasionada y objetiva de las cuestiones. Esto es, precisamente, lo que yo pedía a EL PAIS en mi artículo anterior; porque san muchos los católicos que no se ven reflejados en el tratamiento que éste suele dar a los temas religiosos, con frecuencia más atento y abierto a los extremismos, de uno u otro signo, que a la exposición ponderada de lo que es y significa el fenómeno religioso católico en su conjunto en el actual momento del país.

Finalmente, el espíritu de diálogo precisa un último esfuerzo que busque unos puntos de concordia susceptibles de ser aceptados por todos y sobre los que puedan sentarse las bases de la convivencia nacional. Es imprescindible que establezcan un diálogo franco y abierto sobre los grandes temas que tiene planteados nuestro país. sobre la identidad de los pueblos que lo componen, sobre los derechos y deberes ciudadanos, sobre la familia y sobre la propia convivencia nacional, y algunos otros de cuya solución depende ni más ni menos que nuestra propia supervivencia.

A este clima dédiálogo es al que yo estimaba debíamos contribuir los católicos y los no católicos hoy. Y llamar la atención sobreeste punto era el objetivo principal de mi artículo. Déjenos Ferlosio a nosotros la tarea de decidir como se hacen compatibles nuestra sumisión a la autoridad o aceptación de los dogmas con nuestra decidida vocación de diálogo, vocación a la cual y para su tranquilidad le diré estamos claramente animados por el propio Concilio Vaticano II, cuya constitución Gaudium et Spes nos dice en uno de sus párrafos que «La Iglesia... reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto requiere necesariamente un prudente y sincero diálogo».

Sólo me resta, de corazón y con franqueza, pedir a Sánchez Ferlosio y a los que piensan como él que nos permitan intentarlo en común, conscientes de la importancia que tiene para todos conseguir, dentro de un clima de respeto mutuo, un diálogo desde nuestras distintas posiciones sobre los grandes temas que hoy tiene planteado el país.

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