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Tribuna:EL DEBATE SOBRE EL DIVORCIO
Tribuna
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La aceptación del mutuo disenso

La noticia recientemente aparecida en la Prensa de que el actual ministro de Justicia piensa agilizar y modernizar al máximo el divorcio, objeto del proyecto que se discute en las Cortes, ha sido un soplo de esperanza para los que nos temíamos que el tiempo y la acción de las fuerzas conservadoras lo erosionarán de forma irreversible. Las esperanzas puestas en un ministro que, como Fernández Ordóñez, condujo la frágil nave de la reforma fiscal hacia puerto seguro, sin más daños que alguna que otra vía de agua, no parecen, pues, que vayan a quedar defraudadas.La gran novedad en estos planes es la reconsideración que se hace del divorcio por mutuo disenso, tema que ha constituido caballo de batalla de los proyectos presentados por los partidos políticos y diversas asociaciones. UCD, como cualquier partido conservador, no parecía muy proclive a este tipo de separación matrimonial. Dando la impresión de que entraban a con trapelo en la discusión sobre el divorcio, era natural que opusieran resistencia a todo lo que representara extensión de este derecho.

Los conceptos de «culpa» y «sanción», tan caros al viejo cristianismo, parecen formar parte, si hemos de creer a Jung, de una especie de inconsciente colectivo de todos los estamentos conservadores de cualquier tiempo y lugar que los inhabilita para una opción serena entre libertad y coerción, petrificación o cambio. Así, tradicionalmente se ha tratado de «cristianizar» el divorcio, considerándolo sólo como un castigo a un pecado. El adúltero, el violento, el pervertido sexual, el que sufre condena por un delito, todos pueden ser repudiados, pues han atentado contra la familia o el honor, sempiternos pilares de la sociedad tradicional. Se cree providencial el que el divorcio penalice al culpable y compense al inocente, y lo único que se consigue es corromper definitivamente las relaciones entre los esposos que desean separarse. Cada uno tiene que demostrar la culpabilidad del otro, y para ello todo medio es bueno. Benévolos testigos que acreditarán sevicias inexistentes, parientes divididos en dos bandos irreconciliables o calumnias que no dudan en hechar fango sobre los aspectos más sórdidos y ocultos de la vida sexual. Cuando no, las «pruebas fingidas». Esas cartas «injuriosas» prefabricadas o la falsa amante contratada por una noche que la parte contraria «sorprenderá in fraganti» sobre un figurado lecho adulterino. Degradante espectáculo, tributo a una moral hipócrita, que sólo redunda en detrimento de los interesados y en deshonor para la función judicial. Y al fondo, los hijos, contemplando con mirada atónita el mutuo despedazamiento de sus padres; Y, sin embargo -y ello es lo más triste-, la práctica real de los juzgados demuestra, en los países divorcistas, que los dos tercios de las separaciones que se producen, se siga o no la vía de la culpabilidad, se hacen de mutuo acuerdo.

El proyecto de divorcio que se debate actualmente tiene lagunas, y en general es alicorto y timorato en diversos aspectos, pero una de sus taras más llamativas es que no admitiera el divorcio por mutuo consentimiento, incluso para los matrimonios sin hijos, cuando hace casi cincuenta a los se había instaurado en España, en virtud de la famosa ley de Divorcio de 1932. Resultaba injustificable el temor de que la actual sociedad española no pudiera resistir el impacto de una forma de divorcio como es la separación de mutuo acuerdo cuando había pasado sin pena ni gloria en la de 1932. El divorcio por mutuo disenso, que la II República admitió con gran adelanto sobre su época, fue aprobado casi sin discusión, y sólo fue utilizado en un 2,10 % de los casos substanciados en los años 1932 y 1933.

Muchos y razonados argumentos se emplearon entonces en su defensa. Nos parece muy elocuente el dado por el intelectual y político canario José Franchy y Roca. «El divorcio por mutuo consentimiento», dijo, «tiene su fundamento en un hondo sentido humano, superior a las concepciones legales, y estimo que la declaración hecha por los esposos de que han dejado de existir las condiciones esenciales de la comunidad conyugal debe ser reconocida y aceptaca».

Las leyes van a menudo a remolque de las costumbres. En lugar de tratar de influir en ellas, se limitan, y no siempre, a cambiar la norma jurídica cuando prácticamente el hecho que regulán la ha sobrepasado. Entonces, suelen ser los jueces, con la discrecionalidad en la aplicación de la norma, los que van tratando de adaptar los aspectos perictitados de los códigos al devenir del cuerpo vivo de la sociedad. En esto no ha sido excepción el divorcio.

El mutuo disenso en Europa

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En Francia, por ejemplo, que hasta hace muy pocos años no ha integrado en su legislación divorcista la separación por mutuo disenso, los jueces habían iniciado desde tiempo atrás una lenta erosión de las leyes, tanto en relación con la custodia de los hijos, que fueron poco a poco concediéndola al cónyuge que mejor podía atenderlos fuera o no culpable, así como respecto al concepto de «culpa», creando la figura de la « injuria grave», cajón de sastre donde se metía la mayor parte de los atentados a la institución matrimonial, haciendo derivar lentamente muchos de los casos hacia un no confesado divorcio por mero fracaso del matrimonio.

En Alemanía, aunque persiste el concepto de culpa, los jueces pueden aceptar un divorcio sin supuesto culpable, si juzgan que existe un total fracaso de la unión conyugal. Lo mismo sucede en Suiza, a través de lo que denominan «daño profundo al matrimonio». En Inglaterra, desde 1971, basta para el divorcio la prueba del fracaso de la unión, the irretrievable breackdown of marriage. En Dinamarca, desde 1970, existe el divorcio por mutuo consentimiento o la previa separación de un año, que produce él mismo efecto. Sólo Italia sigue manteniendo el concepto de culpa como única vía.

En nuestro país ha empezado a producirse el mismo fenómeno que en Francia. Los jueces, en las primeras resoluciones producidas en demandas de separación matrimonial, eluden el pronunciarse sobre el siempre espinoso tema de « la culpabilidad» de los cónyuges. A este respecto, es muy interesante la información publicada en EL PAÍS del 28 de septiembre último. En ella se recogen opiniones de diversos jueces, que se manifiestan partidarios de la sustitución, en lo posible, del concepto de culpa por el de fracaso irreversible del matrimonio. «La separación conyugal», dice el magistrado don Enrique Carreras Gistau, y en una sentencia, «no tiene un carácter punitivo ni se trata de buscar un culpable, sino que tietide a evitar mayores males entre los cónyuges; de ahí que baste la demostración de la imposibilidad de la vida en común y la concurrencia de las causas de la separación alegadas para que se proceda a dicha separación». Y en el mismo sentido se expresa otro juez, don Antonio Carretero, que dice: «Por la racional aceptación del decaimiento irreversible del afecto matrimonial o por la asimilación de una situación vejatoria, debe darse lugar a la separación sin que en este caso se establezca la existencia de una exclusiva culpabilidad».

He aquí, pues, dos alentadores ejemplos en los que la justicia, en espera de normas explícitas, se adapta a la realidad social.

Ricardo Lezcano es escritor, periodista e inspector del Ministerio de Hacienda.

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