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Tribuna:A la memoria de don Manuel Azaña, en el cuarenta aniversario de su muerte
Tribuna
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La cultura de nuestros políticos

La progresiva desconfianza moral que en diferentes grados suscitan los políticos de la democracia se funda en su falta de sensibilidad para conectar con las preocupaciones básicas del común de los ciudadanos, pero también en vagos sentimientos respecto a la ignorancia de los más altos dirigentes.Si los miembros del mundo de la cultura y de la creación artística han empezado nuevamente a dar la espalda a la terrible y virtuosa suficiencia de una gran parte de los agresivos políticos de la etapa constitucional es porque sospechan que las personas que llegan a los altos círculos políticos han sustituido al libro serio y h asta al periódico por los memorándum, los dossier y los resúmenes de Prensa que les permitan rellenar su memoria de lecturas apresuradas y mutiladas, de teorías mal entendidas y peor digeridas.

Dado el desierto cultural y político que las jóvenes generaciones han heredado en este país es posible que esto deba ser así, pero lo desconcertante es que muchos gobernantes han traspasado ya el límite en que podían avergonzarse por el bajo nivel de sus esparcimientos y de su alimento espiritual, y que no hay un contexto cultural que sea capaz de provocar en ellos, con sus reacciones, esa inquietud.

La insensatez y mediocridad política de quienes confunden el Estado eficaz con el Estado tecnocrático, convirtiendo a la ideología productivista en la base de la justificación de la acción de gobierno, ha eliminado de la escena política a verdaderos estadistas, como en su época lo fuera Azaña, en los que la dedicación a las tareas de la gobernación suponía la culminación natural de la vida intelectual. Y para modernizar y regenerar este país, aun sin excesivas pretensiones de transformaciones profundas, los dirigentes políticos deberían caracterizarse por su memoria histórica y cultural y por el afán de reflexionar sobre la realidad rastreando las huellas de una tradición democrática y renovadora en nuestra vida nacional, que hunde sus huellas en la Ilustración. en los liberales de Cádiz, en los revolucionarios de 1968, en la institución libre de enseñanza y en la empresa cultural y, educativa de la II República.

Precisamente esa falta de ideas y de capacidad intelectual para ordenar armónicamente la realidad ha generado, durante la transición de la dictadura a la democracia, una tendencia enfermiza a la transacción y al compromiso político que, más allá de búsqueda de la unidad necesaria para poder hacer la Constitución de toda la nación, ha degenerado ya en un compromiso «peyorativo» que consiste en trabajar no sobre ideas y principios, sino sobre palabras, tachando unas y poniendo otras que dan menos miedo o que pueden ser interpretadas a gusto de todos, sustituyendo así la claridad por la confusión.

Para nuestros audaces, joviales v mediocres Gervasios, Curieles, Terceras y ióvenes Turcos -y, naturalmente, para ese pícaro sagacísimo que es el presidente del Gobierno-, la contienda política es un simple regateo de intereses contrapuestos, un tender la vela al viento que pasa, sustituyendo. la interpretación responsable de los acontecimientos por el disfraz de éstos en un laberinto de relaciones pliblicas.

Al final ya verán cómo estos políticos del mal menor van a acabar construyendo, en nombre del realismo, una realidad paranoica totalmente suya.

Frente a ellos hay hombres públicos en los que el conocimiento y el poder coinciden en la misma persona. Dejo aparte a algunos respetables diputados de Coalición Democrática, para los que la cultura no es sino elegancia, flor en el ojal o, a lo sumo, erudición. Más exactamente, me refiero a los pocos habitantes que conozco del hemiciclo de la carrera de San Jerónimo, a los que cuando a veces se les distingue por su intransigencia -que no intolerancia- es porque aquélla es síntoma de la honradez y de pensamiento político propío. Por eso resulta obligado admitir la importancia que para la eficacia parlamentaria tienen personas como Alfonso Guerra, Tamames, Peces-Barba, Bandrés o Alzaga, por su libertad de Juicio y su independencia de espíritu.

En una democracia se necesitan dos cosas: un pueblo culto y unos dirigentes políticos, que, si son hombres de razón, sean al menos razonablemente, responsables ante la opinión pública. Ambos parecen no prevalecer ahora, y, por tanto, la cultura carece de aplicabilidad democrática en España. Y no olvidamos que la renovación cultural y artística expresa el sentido de la unidad moral de un país y está estrechamente vinculada con las exigencias de renovación económico-social.

José María Mohedano Fuertes es abogado; ex miembro del PCE.

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