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Día de Todos los Santos: los madrileños volvieron a venerar a sus muertos

Desde las 9.30 de la mañana, los puestos de flores instalados junto a las necrópolis madrileñas comenzaron a surtir a los contingentes de grupos familiares que habían decidido visitara sus muertos, aprovechando la coincidencia del Día de Todos los Santos con el sábado. Cuando se pedía a los profesionales allegados a los cementerios una cifra de visitantes, siempre respondían: «Muchos, pero menos que antaño». Y hacían comentarios unánimes sobre lo que llamaban la decadencia del viejo rito.

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La florista María Dolores San Martín había terminado su recuento de existencias a las siete de la madrugada. Tenía unos claveles nuevos al calor de la estufa para ver si se abrían un poco. Las otras flores, crisantemos y amarantos, ya estaban clasificadas en ramos y facinas, y, por lo visto, los dichosos claveles nuevos eran cosa perdida.Antes de salir hacia el cementerio de la Almudena, su madre, Antonia Rodríguez, preguntó si se esperaba todavía la llegada de género desde los huertos de Coslada y Vicálvaro, y tuvo tiempo de hacer cierto comentario sobre el encarecimiento de la mercancía. A las once de la mañana, un hombre mayor, seguramente un inconsolable viudo, le hizo la mejor compra del día: 2.500 pesetas, «aunque la venta media que estamos haciendo es de quinientas. Claveles jaspeados, claveles ... ».

Algo más allá, Marcelina Martín ofrece crisantemos dobles a 150 la docena, y comienzan a desaparecer coronas y ramos de flores tibias y frescas; «parece que estamos en primavera, ¿eh?». Desde hace unos treinta años vende aquí mismo, y ahora, en tiempos difíciles, habla del encarecimiento del género en origen; sobre todo, de lo que me mandan desde Cataluña. En el puesto más próximo, una vendedora hace una apología de los amarantos: «son las más duras. Se conservan inalterables durante semanas, y señala unas flores rojas que sobresalen de las jardineras como crestas de gallo vegetal. De cuando en cuando, alguien se detiene en el puesto de flores sintéticas y comprueba con los dedos la textura de las ramas de alambre y el tacto de las hojas de tela almidonada. Hay gladiolos fabricados con pluma, plantas de corral que ofrecen las ventajas del decorado. No son muy vendidos. La clientela aspira a un lenguaje de símbolos que reemplace la añorada tertulia familiar, pero no tiene ninguna intención de prolongar artificialmente la vida de las flores. En el fondo, sólo pretende devolver en voz baja ante las tumbas los préstamos pendientes de pago.

«¿Qué vale ese cirio?» Los cirios que venden Pepe Hita y su hermano Juan Antonio tienen una duración garantizada de siete días y siete noches, como los períodos bíblicos, y llevan una chapa con cuádruple troquel para moderar las rachas de viento. «Veinte duros. Tengo también lamparillas flotantes de calidad. A veinticinco la caja».

Vienen millares de abuelos y de nietos a preguntar en las oficinas dónde está nuestra sepultura, porque las necrópolis madrileñas son ya gigantescas ciudades-dormitorio con distritos suburbiales, torres de nichos perfectamente calibrados e indescifrables laberintos de calles y sectores. Los abuelos de memoria frágil reciben una ficha de emplazamiento y se van satisfechos.

Al otro lado de la calle, Vicente Soler, el marmolista, espera, sentado a la puerta de su casa, el paso de los cortejos fúnebres. Ofrece lápidas de nicho, de medio punto, tal vez, a unas 9.000, y ornamentos de mármol blanco a distintos precios. «Hoy hace un buen día y, no obstante, esto ya no es lo que era. Hace veinticinco años, la gente no cabía por esa calle. Además, la falta de espacio en los cementerios hace que vendamos casi exclusivamente lápidas de nicho, y no grandes lápidas de sepultura perpetua». Y repite la predicción del poeta: «Algún día no tendremos ni dónde caernos muertos».

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