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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El divorcio no consiente "Zaires"

Cualquier institución humana, por el hecho de serlo, implica fallos en su desarrollo, puesto que los seres humanos no somos perfectos, sino falibles. Sin embargo, esta consideración elemental, por la cual el espíritu humano propende normalmente a aceptar bajo criterios de tolerancia los yerros inevitables de sus realizaciones sociales, no sirve en cambio para justificar todos los errores o para menospreciar la magnitud de éstos.

Importa el número e importa la entidad.

Ahora acaba de trascender al gran público la quiebra profunda de una de nuestras instituciones sociales de más arraigada tradición: la de los tribunales eclesiásticos. Y el ciudadano común debe interrogarse, seguramente inadvertido, por el alcance y el significado de este suceso inesperado.

Bueno será, pues, que los que por suerte o por desgracia tocamos de cerca -y de antaño- el tema, le demos alguna explicación.

Sucede que, en materia de servicios o prestaciones públicas, todo monopolio es malo. Malo se entiende para los usuarios del servicio. Para el monopolizador que lo presta es bueno. Y si al monopolio se añade la imposibilidad de crítica, entonces puede asegurarse que para el que lo administra será óptimo, y pésimo para el administrado,

Los españoles de las últimas generaciones han padecido estas condiciones de inferioridad respecto de quienes en calidad de administradores debían resolver sus conflictos en la dolorosa y cada vez más frecuente circunstancia de la ruptura conyugal. Los tribunales de la Iglesia decidían en el conflicto con carácter de monopolio. Sin posibilidad de crítica.

La inseguridad de la competencia

Mas de pronto -cosas de la tentativa democrática-, la seguridad del monopolio se mudó en la inseguridad de la competencia, y la competencia dio paso a la posibilidad de la crítica. Así ha terminado la impunidad del servicio pésimo.

(Yo ya sé que algunos, poquísimos, nos hemos atrevido a ejercer la crítica anticipadamente, como en una tentación predemocrática; pero los resultados desastrosos que siguieron a tal atrevimiento no restan, sino que prestan validez a la consideración que expongo).

Porque la crítica permitió la comparación. Aquellos interminables y minuciosos interrogatorios canónicos, a veces tan comprometidos para los cónyuges y sus testigos, han tomado caracteres normales de concreción y sencillez en el desarrollo del procedimiento civil. Y se ha visto cómo el respeto y el trato de igualdad al ciudadano por la autoridad judicial (civil) no privaban de seriedad al acto procesal.

Lo diremos, si con respeto máximo, también con la máxima objetividad: de la comparación no ha salido favorecida la jurisdicción eclesiástica. Demasiados errores, excesiva su magnitud.

Se argüirá en contra de la jurisdicción civil que allí funciona la famosa «astilla» como norma institucionalizada. Y esto, en principio, es un buen ataque, porque toda corruptela, por ligera que fuere, debe ser desterrada del ámbito pulquérrimo de la justicia; pero no es un ataque válido o suficiente, porque en los juzgados la astilla nunca ha servido para caldear la olla en la cual se guise la sentencia solutoria, que es lo que en definitiva importa.

Pues, en último extremo, está la cuestión ingente de la seguridad jurídica que la justicia en funciones debe prestar a los que demandan sus servicios.

Equiparaciones inexactas

No caeremos en el cómodo latiguillo de equiparar divorcio y nulidad como formas homólogas de una solución radical. La sentencia de nulidad -como es de conocimiento público- declara que el matrimonio no existió, mientras que el divorcio -cuando venga a regir- dirá que los cónyuges quedan civilmente exonerados de su válida unión. Pero, con rigor científico, habremos de reconocer que esta última solución judicial no pugna con el sentido común, en tanto que resulta insostenible la afirmación jurídica de que mayoritariamente son nulos los matrimonios de quienes solicitan esta declaración judicial de nulidad (abstracción hecha del factor psicosociológico: matrimonios con varios lustros de convivencia, prole reiterada, indigencia moral y material de la parte débil a quien la sentencia canónica en la legislación española deja privada del derecho a los alimentos y en la imposibilidad legal de rehacer humanamente su vida), como parecen empeñarse en demostrarnos ciertas curias eclesiásticas, ajuzgar por las cifras estadísticas de sus publicaciones.

Si a esta consideración se añaden el descubrimiento reciente de «filones» inagotables de «causas psíquicas» de nulidad y la aparición subrepticia de «selvas foráneas» inexploradas a la espera de constituirse en tribunal para el mejor servicio de los «divorciables» españoles.... pronto se llegará a la conclusión de que «nulidad» y «divorcio», no siendo conceptualmente homologables, en la actual alternativa española se presentan, sin embargo, como tales.

Con una diferpncia, empero: la clara y sencil la declaración del divorcio civil («disuelvo lo que es válido») no consiente «Zaires»...

Cuestión jurídica y social aparte, desde el punto de vista puramente político debe reconocerse, en fin, esta realidad: quien ha puesto las cosas a punto al divorcio no ha sido la izquierda revanchista ni la infidelidad de los políticos de la derecha, ni siquiera la violencia etarra, sino, propiamente, el mal hacer de los tribunales de la Iglesia, su abuso del monopolio recibido, su rechazo indiscriminado de toda crítica, sus malos modos de justiciar..., que convirtieron en cáncer de la institución los que pudieron haberse limitado -y tolerado- como fallos humanos, sin más.

«Aquellos modos nos trajeron estos Iodos...». Y así, la Iglesia española, en su representación global -salvadas singulares excepciones-, se encuentra ahora moralmente invalidada para una crítica congruente de la institución del divorcio.

Ignacio Careaga es abogado de los IICC de Alava y Madrid.

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