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Regresión, revolución e Iglesia

A mí, como a Leonardo Sciascia, el papa Woityla me parece un acierto histórico. Ha venido a poner las cosas en su punto, a situar lo desituado, a restaurar el color de lo que palidecía, a colocar la certidumbre sobre la ambigüedad, la afirmación sobre el equívoco y a hacer, en fin, que el dogma sea, como éste debe ser, dogmático.Tiene además, sobre tanto Papa italiano como en la historia se ha ido sucediendo, la insólita ventaja de ser católico, apostólico y polaco. El episcopado de Occidente, esa institución eclesial que tan bien supo colonizar las estructuras del Imperio Romano, es decir, que es de por su ontogénesis una institución imperial e imperialista, vuelve a reconocer en el vértice vaticano su punto de absoluta referencia.

Tanto la derecha como la izquierda deben saludar ese hecho con entusiasmo. Los católicos tienen al fin un Papa sin ambages ni rodeos. La izquierda -sobre todo la izquierda de tradición verdaderamente laica o libertaría- tiene un Papa que la autoriza a ser de nuevo antielerical del siglo XIX. La regresión es a veces el único movimiento revolucionario posible.

Hace tiempo que la Iglesia, como institución, no entiende de las cosas del Espíritu. El discurso eclesial discurre en muy distintos territorios. El Espíritu o el pneuma sopla donde quiere. ¿Cómo puede una Iglesia, atenta sobre todo a su historicidad y a su temporalidad, recogerse en la espera del Espíritu? El papa Woityla ha sido, desde ese punto de vista, taxativo. Voluntarista y energético ha definido a la Iglesia desde la cátedra de Pedro como «una fuerza social», y como una fuerza social actuante e inmediata. Tal es lo que la Iglesia ha querido ser, en efecto, desde que se vio históricamente hostigada por las que fueron consideradas -por utilizar una terminología hoy vagamente teñida de nostalgia- fuerzas sociales ascendentes. Tal Iglesia ha reencontrado un Papa a su medida. La iglesia de Woityla se presenta al cuerpo social como una fuerza, no como un espíritu. No hay, pues, engaño alguno.

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Fuerza social actuante, la Iglesia arremete en Italia contra la ley del Aborto; en España, contra la ley del Divorcio. El papa Wojtyla ha decidido educar incluso a los obispos italianos -dice Sandro Magister en un artículo reciente-según el modelo polaco de Iglesia combatiente. Parece que todavia no lo ha conseguido. En latitudes, nuestras tiene el Papa más pronta y garantizada la victoria. Fuerza social actuante, el cardenal primado Marcelo González ha arremetido ya contra el proyecto de ley española de divorcio. También hay que felicitarse por esta arrernetida. No hay engaño en ella. El cardenal primado es, como todo buen primado, sujeto obediente del vérti-

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ce vaticano. Sin embargo, diríase que hay, a juzgar por los resúmenes de Prensa (me refiero a lo aparecidos en este mismo periódico), ciertas inexactitudes o falsedades objetivas en su carta pastoral. Pero también eso parece propio de un prelado que cuenta con la secular ignorancia religiosa de su grey.

De todos modos, acaso conviniera recordarle que de esas inexactitudes también él, por su par te, tendrá que rendir cuentas al Dios que invoca. Porque el prelado mismo no está exento del juicio con que al legislador amenaza. Convendría, por ejemplo que definiera el prelado qué entiende por ley natural y en qué ley natural está inscrita la indisolubilidad del matrimonio, que no existía, por cierto, en derecho romano; derecho por el que se rigieron los matrimonios cristianos en los primeros tiempos, antes de que la Iglesia metiera baza en tal asunto. Tampoco es cierto que la Iglesia haya enseñado siempre lo mismo en materia matrimonial Hasta mediados del siglo III, la Iglesia no incidía para nada en los aspectos jurídicos del matrimonio. En época ya plenamente cristiana, el matrimonio se constituía, para Justiniano, por e mutuo consenso, sin ninguna otra formalidad, ni religiosa ni legal Los cristianos no tenían entonces forma alguna de matrimonio religioso. Todo el derecho matrimonial era del área de competencia de la legislación civil. No parece, pues, probable que Dios, del que cabe predicar una perspectiva más imparcial de la historia que la del primado toledano, haya de pedir cuentas particulares sobre este asunto al legislador español. No se trata, en efecto, de un asunto de cuentas con Dios, sino de cuentas con lo que la Iglesia ha solido llamar su magisterio, que con demasiada frecuencia ha sido una forma de apropiación de las instituciones y del poder.

La resistencia numantina del prelado es digna de todo encomio; lo mismo que la claridad neointegrista de su pastoral. Hacen mal, a la luz de estas declaraciones, los jueces españoles que, en posiciones alarmantemente laicas, empiezan a desatender en las causas de separación el criterio de la culpabilidad. Pueden derivar de, tal desatención las mayores catástrofes. Conviene mantener con toda su edificante virulencia las nociones de pecado, de culpabilidad y de adulterio, de sacrificio y de expiación, a poder ser sangrienta, para que toda separación o todo posible divorcio se ajusten, como es debido, al ritual de la tauromaquia, con desjarrete, si es posible. Y para que, como tanto sucede en estas reservas costumbristas, pequeño -o mínimo-burguesas- de la emigración, habitadas por empleados, subfuncionarios o paradiplomáticos, la hembra en la pareja indisoluble siga arrastrando su sumisión neurotizada o exhibiendo el varón su nuda cornamenta en el tablado de la antigua farsa.

José Angel Valente, poeta, licenciado en Filosofía y Letras, obtuvo el Premio Adonais en 1954, y en 1961, el Premio a la Crítica Catalana por sus Poemas a Lázaro.

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