_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El terror a las masas

Se cumple este año el cincuenta aniversario de la edición libresca de La rebelión de las masas y se quejan los discípulos del nulo interés que el acontecimiento orteguiano provoca en los discursos de nuestra intelectualidad, siempre tan atenta a la retórica de las efemérides. Es verdad que son escasas las referencias explícitas a uno de los libros más leídos y discutidos en lo que va de siglo, y no solamente en este país, o que se airean cronologías literatas bastante más injustificables que ésta, pero también es cierto que si analizamos el comportamiento de la más relumbrona y dicharachera clase intelectual española ante los hechos socioculturales calificados y cuantificados de masas, hay que concluir que la influencia orteguiana, como la innombrable procesión, va por dentro. Medio siglo después de que el ensayista madrileño diagnosticara en El Sol «el advenimiento de las masas al pleno poderío social», cuando todavía era impensable la revolución de los mass media y no podía sospecharse que la era industrial se diluiría naturalmente en la edad de la información, la actitud de nuestros intelectuales dominantes, en plena irrupción de las muchedumbres en los escenarios tradicionales de la cultura, no difiere lo más mínimo de la aristocratizante y apocalíptica premonición de Ortega y Gasset.Leo precisamente estos días del aniversario las conclusiones de nuestros más sonoros literatos acerca de los devastadores efectos de la televisión, las frecuencias moduladas, los más vendidos, la iconografía popular, las bandas sonoras, las jergas y demás expresividades de masas, sobre la lengua, la cultura o las tradiciones nacionales, y tengo la impresión agridulce de andar todavía metido por entre las páginas amarillentas y manoseadas de aquella edición Austral de La rebelión... ¿Estarán hablando de los mass media en orteguiano sin saberlo, como una nueva versión subtitulada de aquel monsieur Jourdain, o simplemente se trata de la particular y retorcida manera que tienen algunos de celebrar el cincuentenario del famoso panfleto libresco? En cualquier caso, estos despropósitos sobre el asunto de, las multitudes resultan más arcaicos que los del maestro: Ortega hablaba de las masas en profecía, no, como lo hacen ahora sus apócrifos epígonos, en cobardía.

El terror a las masas, el miedo a los medios, está sirviendo en este país como discriminador semántico y bochornoso de actitudes culturales y sociales. Lo que se critica con desconcertante unanimidad en esas jornadas, simposios o semanas académicas que cada dos por tres reúnen a los representantes de la «cultura culta» -en rigor, a los literatos- no son los contenidos específicos de la televisión o de la radio -estos programas, aquellos organigramas-, sino la existencia misma de los mass media; al igual que hicieron los apocalípticos de las anteriores generaciones cuando el cinematógrafo empezó a ser espectáculo de multitudes, o se desarrolló vertiginosamente la industria de la reproducción masiva, o surgió el éxito de ventas.

Ritos y susurros académicos

Lo que se intenta conjurar a través de los ritos y susurros congresuales y académicos es, sencillamente, la presencia de las masas en el hecho cultural o, como hubiera dicho Ortega sin pelos en la lengua, «la pretensión del alma vulgar de afirmar el derecho a la vulgaridad». Es decir, el derecho a las semejanzas, a las similitudes, a las analogías y a las repeticiones, que así definen ahora la nueva vulgaridad, confundiendo encantadoram ente, como en los mejores tiempos,de la sociedad agraria, repetición con generalidad e imaginando que la diferencia todavía funciona como originalidad.

No conozco ningún país más o menos industrializado en el que sus más reconocidos y admirados intelectuales osen manifestar en público, con orgullo y como prueba de buen gusto, que no ven la televisión, que no escuchan la radio, que «el cine es un arte me nor con relación a la literatura» o que la imagen mantiene con la escritura tratos pervertidores. Ni siquiera recitan aquel evangelio del apocalíptico según Umberto Eco para preservarse del estre mecedor sonido de la cuarta trompeta que al cabo de la aper tura de los sellos anuncia la pre sencia demoledora de las langos tas, o sea de las masas. Lo que los nuestros reprochan a los media no es su dependencia del mercado capitalista o su manipulación interesada por los «grupos económicos», ni siquiera el posible conformismo de los mensajes, sino que esos tinglados provocan una cultura radical mente vulgar porque forman parte del hecho industrial, son dependientes del proceso tec nológico y, en consecuencia, anulan los tradicionales privilegios del literato decimonónico: el control artesanal sobre el lenguaje, la expresión, la narración y la comunicación; lo que, en defini tiva, fue el control de lo social in illo tempore, cuando la escritura novelística era el discurso en el que la sociedad se reconocía.

Al margen del libro de Regis Debray, ignoro de dónde habrá sacado Amando de Miguel que esos «bonitos» en aceite de oliva, que él intenta presentar en escabeche, se mueren por manipular los medios de comunicación. Ocurre precisamente todo lo contrario: intentan transformar sa miedo a los media -a las masas- en pose distante y aristocratizante para fingir la diferencia en el mercado del trabajo cultural. Que yo sepa, la relación de la clase literata española con los mass media es históricamente decinionónica, patéticamente elitista y espléndidamente cerril. No se trata de que nuestra intelectualidad surque poco o mucho las denostadas ondas hercianas, ni siquiera de que las nuestras sean cindas atroces, que a veces lo son; se trata, a fin de cuentas, del profúndo desprecio que en sus escritos -especialmente cuando practican el género desgarrador del «me duele España», otro utilísirno discriminador semánticomanifiestan por unos hechos de eivilización que, pónganse como se pongan, articulan el nuevo paradigma cultural, como sabe y iepite cualquier adolescente anglosajón, incluso los bachilleres franceses.

Objetos, consumidores, necesidades

Las masas son ahora, no en tiempos de Ortega, el escenario de la cultura, la moral de lo cotidiano, el signo de la modernidad, el lenguaje inexcusable de la sociedad. Ortega escribió sus artículos en El Sol en 1929, o sea en el momento de la gran crisis, cuando el mundo occidental entendió que para continuar vendiendo aquellos objetos de la primera revolución industrial y crear otros nuevos era necesario producir consumidores. Medio siglo después, en plena saturación consumística, lo que producen son necesidades: ocios, sexualidad, seguridad, sanidad, ianiversalidad... Y en esta serie transformatíva, m agníficarrí ente narrada por Baudrillard, la que nos llevó del fascinante mundo de los objetos al paraíso del consumo, para acabar en el galáctico imperio de la necesidad, las masas han sido algo más que « protagonistas»: han liquidado el ciclo histórico de lo social. O, como repite el mismo autor: «Las masas han organizado el fantástico espectáculo de la descomposición del capital, del valor y del saber».

Frente a los mass media se pueden mantener actitudes críticas, como ante cualquier acontecimiento zoológico. Incluso, a riesgo de incurrir en manifiesta cursilería, me atrevo a afirmar que en el país de la RTVE las posiciones críticas de los radicales americanos, italianos o alemanes, por simples ejemplos, desempeñarían una muy higiénica y divertida función corrosiva, sobre todo si, además de denunciar por enésima vez los chanchullos económicos y políticos de Prado del Rey, nos dedicáramos también al juego de los propios significados, intentando diferenciar, si no es mucho pedir, la televisión como elemento clave del nuevo paradigma cultural de la RTVE como fenómeno administrativo. Digo que se puede, se debe, o lo que sea, mantener una posición crítica ante los media, pero es ridículo mantener la académica posición del avestruz en nombre de unos vagos principios literatos, eternos e inmutables, que hasta hacen sospechar de los novelistas que escriben frecuentemente en los periódicos, y si no, que se lo cuenten a Umbral.

Ni se es estúpido por seguir los cuarenta principales o ver la televisión, ni se es exquisito por escuchar a Malher o leer a James. Hace medio siglo que la repetición no es sinónimo de estupidez, ni la diferencia, de exquisitez. Precisamente desde que Ortega se vio obligado a escribir La rebelión de las masas, un libro que en su escandalosa actualidad española lleva la penitencia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_