Las justificaciones de Lou Andreas Salomé
La existencia intelectualizada es un constante vivir asomado al ojo de la cerradura; un intento de descubrir el secreto de los seres y las cosas, sorprendiéndolos en su misteriosa intimidad. El esoterismo que ha vuelto -y no siempre de manera voluntaria- al hecho cultural es una consecuencia de esa disposición condicionante. El hombre primitivo exhibía esa actitud con una auténtica impudicia. El mago -en cualquiera de sus acepciones- era el depositario de la sabiduría. El discernimiento de las ofertas del mundo constituía -de un modo u otro- una consciente aceptación mágica.El acercamiento a la realidad ha sido una de las más fatigosas aventuras del espíritu. Cada supuesta conquista en este terreno ha representado la apertura de una agobiante multiplicación de interrogaciones y requisitorias. Gran parte de la angustia que cerca a nuestras sociedades -y, con cierta lógica, a los individuos que las componen- proviene de las agrandadas faltas de respuesta, consecuencia de los anchos progresos del vivir tecnificado. La magia revierte sobre el hombre actual con una fastuosidad anonadante. La sensación de poseer las cosas más distantes y disímiles se convierte en una inútil embriaguez, que agranda el espacio espiritual de las insatisfaciones.
Todo esto que ahora se nos ofrece -con su inevitable cortejo de contradicciones- bastante claro no resultaba así hace unos cuantos decenios. Inteligencias altamente cultivadas y sensibles participaban de la idea arrebatadora de un ilimitado, y casi lineal, desarrollo hacia el bienestar y la plenitud del hombre. Por supuesto que este vuelco en la esperanza no estaba exento de reticencias y reservas, más allá, lógicamente, de las trágicas y dolorosas experiencias individuales. Esa etapa de la crónica del espíritu occidental, con sus ilusiones y caídas, pero sin una primaria abdicación en la confianza del futuro, se manifiesta en Lou Andreas Salomé con una diafanidad pocas veces conseguida.
Lou Andreas Salomé fue una personalidad extraordinaria, que pudo, sin jactancia, considerarse uno de los puntos de convergencia de varios de los grandes personajes que configuraron la espiritualidad europea, en ese lapso decisivo que cruza del siglo romántico al nuestro, constituyéndose en portón y acicate de la debatida modernidad. Para darnos cuenta de la dimensión de esa mujer, baste con señalar -en guisa de irrepetibles botones de muestra- que Federico Nietzsche quiso casarse con ella; que fue musa y compañera de Rilke y directa discípula de Freud, con quien mantuvo una complicada y profundizadora relación.
Lou Andreas Salomé pertenece a esa extraña casta de seres que logran hacer de su excepcionalidad una manera espontánea y llana de acercarse a la misteriosa aventura de la existencia. La fuerza de Lou, procedente no tanto de sus convicciones como de su disposición para enfrentarse a su aceptación, la proyecta -desde su natural dispositivo de mujer- hacia una posesiva necesidad de adentrarse en el secreto de cuanto la rodea, en una superadora vocación de descubrimiento. El amor -sentido y practicado por ella con auténtica liberalidad a partir de su juventud- representa una comprobación de su propia energía, de la realización de su instinto a través de una idealización, no por femenina menos intelectualizada.
Sus relaciones con Rilke -el querido y mimado poeta de Europa- son una prueba consoladora de la sublimación de una sentimentalidad plena de erotismos y de cercos de análisis y racionalidad. En uno de los poemas que Rilke dedica a Lou, con lírica imposición recapituladora, revela: «Has sido lo más tierno que yo he encontrado, / y lo más duro con lo que luché. / Fuiste la altura que me bendijo / y has sido el abismo que me devoró ».
La proclamación del poeta de Las elegías de Duino transparenta la impronta del carácter de Lou Andreas Salomé sobre el alma receptiva de Rilke. En la investigación que ella realiza en busca de la naturaleza de sus distintos amores, por el complejo itinerario de su libro Mirada retrospectiva -recientemente vertido al español-, unas cuantas cosas se clarifican desde el punto de vista de la mujer que avanza, con voluntad liberadora, hacia unos posibles esclarecimientos en la afanosa contienda de los trasfondos del erotismo y la sentimentalidad. Lo primero que hay que tener en cuenta para no despistarse en los vericuetos de los análisis y lucubraciones de Lou es su aproximación a Freud y su inquieto discipulaje en los días del deslumbrador despliegue de las propuestas del psicoanálisis.
El mundo de las vivencias -según su propia enunciaciónsitúa las explicaciones de L. A. S. en un distanciamiento panorámico, donde el desglose de hechos y personajes pretende ampararse en la lontananza de las perspectivas objetivadoras. Lou, escribe esta cadena de rememoraciones bajo el convencimiento de tener que remontar la corriente embravecida de las justifiaciones y las disculpas. Justificaciones personales no sólo propias, sino de las gentes -egregias protagonistas muchas de ellas- que la acompañaron en la problemática travesía de su época, a la que, en última instancia, también ambiciona justificar.
Esta especie de preocupación por su coartada es bastante temprana. Su libro madrugador sobre Federico Nietzche se publica -¡nada menos!- en 1894, al filo de la inauguración de las torrenciales influencias y multiplicacione bibliográficas acerca del genio de Así hablaba Zaratustra. Lou. Andreas Salomé contaba poco más de treinta años. Había nacido a principios de 1861 -el 12 de febrero- en el San Petesburgo esplendoroso y amenazado de la corte de los zares. Acaso la conciencia de su origen ruso -aunque su familia se mueva en la órbita de la imantación occidental- constituya uno de los estímulos instintivos de sus pruritos esculpatorios.
Lou vive en un tiempo de apoteosis de lo germánico, dentro del altivo despliegue de la capacidad creadora de una Europa embriagada de sí misma. Ella escribe en alemán la casi una veintena de sus publicaciones. Berlín es uno de los polos de su actividad y sus relaciones intelectuales, especialmente durante los períodos de convivencia con su marido -el profesor, filólogo y orientalista F. C. Andreas-, en sus moradas del contorno berlinés. Andreas es a modo de un contrapunto, poco menos que incomprensible dentro de la agitación envolvente de las relaciones de Lou con sus semejantes, específicamente con los del otro sexo.
La ansiedad justificativa -incluso lindante con lo especioso- se hace más ostensible al hilo de la vidriosa subjetividad del caso cuando explica la índole de sus lazos, reacciones y dependencias matrimoniales. La barroca dialéctica excusatoria -bien patente en esta ocasión- no se constriñe, quizá de modo inconsciente, a las particularidades de los esposos Andreas. Como en otras circunstancias, Lou desliza lo personal hacia un esbozo de prefiguraciones arquetípicas. Pese a su adhesión a las personas -sobre todo a las que juzga excepcionales-, se le advierte dominada por una inclinación generalizadora. Lo individual se condensa para servir de apoyo a lo genérico, en una tendencia -más bien tentación, por lo científico- que no adquiere la mecánica y densidad necesarias.
Lou Andreas Salomé es un agitado paradigma de la metáfora empleada al comienzo de estas reflexiones. La intelectualizada amante del delicado Rilke se pasé sus días afanosos asomándose al ojo de la cerradura que le dejase sorprender el secreto de los vaivenes y ritmos de su tiempo. Mirada retrospectiva es un resumen de esas inquisiciones luminosamente quintaesencia las desde la altura de una perseguida madurez. Sus deslumbramientos y sus raíces moscovitas y románticas van asomándose a la superficie. Para caracterizar a Nietzsche -idea ya empleada en su estudio sobre el filósofa de la voluntad de poder-, escribe: «De descubridor de la verdad, como hasta ahora estaba considerado el filósofo, se ha tornado en cierta medida inventor de la verdad».
El arrastre nietzscheano la conduce a la siguiente afirmación al encararse con la guerra mundial de 1914: « Es que cada cual siente harto personalmente -por seria que sea el ansia de paz que en él habite- que no hay vida plena sin disposición para la lucha , sin cólera y defensa contra todo lo que amenaza». ¡Justificación; siempre el propósito, quizá inconfesado, de tener a punto la coartada!
De manera sernejante a la que el trémolo romántico sobrevive en sus ejercicios definidores del arrior, cuando dice, al retrotraerse hacia su primer amante: «No hay un ser humano arrodillado ante el otro, sino dos que se arrodillan juntos». A Lou le gustaba acuñar expresiones, influjo de la aforística de Nietzsche y de la lírica categórica y remodelada de Rilke, así como en otros aspectos le bullía la palpitación de Ibsen o el aborrascado acento de Gerhart Hauptmann.
(¿Y sobre España? Nos quedamos sin su juicio -o su frase- a causo de los toros. Al referirse a algunas correrías, aclara, entre confusiones toponímicas: «Llegué incluso a tocar España, aunque mucho antes que Rainer (Rilke); pero al entrar en San Stéfano (sin duda, San Sebastián), una corrida de toros me espantó de tal manera de todo el páis que me quedé en el País Vasco Francés. De un modo u otro reveses para el turismo).
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