Recitales de Alberto Cortez
El cantante argentino AIberto Cortez acaba de ofrecer una serie de recitales en la madrileña sala de Florida Park. Sobria acción, pertinencia en los geestos y un poderío sólido e escena dan cuenta de la madurez de un intérprete que ha sabido evolucionar con decoro. desde los cuarenta años de edad, traza un balance poético de su vida o de la vida sin más. Y en él concluyen amistades, nostalgias e ilusiones no siempre perdidas.Fin de la cabalgata de los millones. La metralleta de otra voz má honda seca el sudor de escenario. Los primeros acordes de la orquesta no son sólo promesa: queman murmulllos, desenrollan raicillas de jazz, acompañan sin nieblas ni hastío.
El bien acompañado penetra en una pausa con su traje negro, con una dura dentadura, ojos de firme incertidumbre, manos que se saludan mansamente: Hay que ver, / hay que ver como pasan los años...". Y en el sencillo valor delas cosas sencillas.
Canta y recita. Cuenta, como quien se presenta por vez primera ante un espejo, que nació el once de marzo de 1940, en un pueblo pequeño de la Pampa. Lo cuenta de otra forma, con algo más de azúcar en la lengua: «Mi madre tuvo la buena idea de traerme al mundo».
A partir de ese instante, Alberto Cortez va tiznando de humedad la sala. El hace limpia biografía, puebla sus melodías con recuerdos, fragmentos de ternura y lazos naturales: A mor, mi gran amor, seguido de Te llegará una rosa, que el público deshoja con un gran remolino de oles. Y hasta Miguel Hernández parece ser su hermano, avanzando por las lágrimas de la cebolla, sumándose a su propia andadura. Los niños y el amor, la magia y las heridas. Alberto Cortez sueña en voz alta cuanto le ha sucedido. De ahí que a menudo roce lo engolado, lo cursi, el melodrama, la espiral del humor involuntario.
Pese a todo, su voz, tan dulcemente bronca, que él sitúa entre el corazón y las ganas, hace que lo rozado se convierta en remolino familiar.Canta y recita. Cuenta, como quien se presenta por vez primera ante un espejo, que nació el once de marzo de 1940, en un pueblo pequeño de la Pampa. Lo cuenta de otra forma, con algo más de azúcar en la lengua: «Mi madre tuvo la buena idea de traerme al mundo».A partir de ese instante, Alberto Cortez va tiznando de humedad la sala. El hace limpia biografía, puebla sus melodías con recuerdos, fragmentos de ternura y lazos naturales: A mor, mi gran amor, seguido de Te llegará una rosa, que el público deshoja con un gran remolino de oles. Y hasta Miguel Hernández parece ser su hermano, avanzando por las lágrimas de la cebolla, sumándose a su propia andadura. Los niños y el amor, la magia y las heridas. Alberto Cortez sueña en voz alta cuanto le ha sucedido. De ahí que a menudo roce lo engolado, lo cursi, el melodrama, la espiral del humor involuntario.
Pese a todo, su voz, tan dulcemente bronca, que él sitúa entre el corazón y las ganas, hace que lo rozado se convierta en remolino familiar.
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