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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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García Lorca

Siempre hay un acontecimiento social /cultural, hacia mediados de septiembre, en el que cristaliza, al mismo tiempo de modo oficial y tácito, la rentrée. Este año ha sido el estreno de Doña Rosita, de Lorca, por Nuria Espert. Nuestra historia contemporánea se divide en antes y después de Lorca, como la historia de Occidente en antes y después de Cristo. De modo que lo que había la otra noche en el María Guerrero (tan sutilmente analizado el espectáculo por Eduardo Haro en este periódico) era otra vez el minué de las dos Españas, que efectivamente hemos llegado a que sea un minué mejor que una guerra. O sea, Joaquín Calvo-Sotelo, hermano del gran muerto de la derecha, y, en un palco, Rafael Alberti, hermano natural y lírico del gran muerto nacional de la izquierda.Esto es democracia, me parece a mí; esto lo ha traído la democracia, que se diría que no ha traído nada, y esto es lo que hay que salvar. Lorenzo López-Sancho (uno de mis primeros maestros en la difícil asignatura de Madrid) recuerda, en su crítica del estreno, la teoría de mi libro Lorca, poeta maldito, donde vengo a decir que Lorca no es un ser que levita -como ha querido verle la crítica optimizante de derechas-, sino un ser que gravita, y tanta gravitación está pidiendo el tiro de gracia, porque la Andalucía falangista sólo soportaba a los Quintero y a Pemán. Juliana Calvo-Sotelo, pese a los graves apellidos que la enlazan por parte de académico, me ha escrito este verano felicitándome por mi último libro, sin molestarse para nada por la manifiesta parcialidad política del mismo. Y Juliana estaba anoche, con Joaquín, aprendiendo teatro del granadino granado (Doña Rosita es Ya de los años treinta).

Antonio Garrigues Walker, a quien Juan Benet reprocha hacer malos versos, estaba allí, quizá para aprender a hacerlos mejores, y en el intermedio me retratan junto a Ana Belén, no sé para qué, seguramente para nada, pero me voy deslumbrado para siempre.

-Siempre tengo que llamarte mucho, pero no encuentro tu teléfono -me dice Ana.

El teléfono se me vuela -el teléfono y todo- ante esta criatura. Pienso que, dada la adolescencia de doña Rosita en la primera parte de la obra, Ana -niña eterna- hubiera sido una protagonista más coherente que Nuria, porque el actor, aparte de oficio, emite signos personales, y Ana Belén no para de emitir signos juveniles. Paco Nieva, que prepara el Don Alvaro de Rivas, supongo que está tomando muchas notas de esta Doña Rosita, que es ya postromanticismo camp y kitsch, hecho por Lorca para poetizar lo cursi, concepto muy de aquellos años que preocupó asimismo a Gómez de la Serna y Benavente. Lorca, que estaba en todo, inventó el kitsch (valoración poética de la cursilería) con cuarenta años de anticipación. López-Vázquez con su nueva frontera femenina y Andrés Ainorós con Cándida otra vez, lo cual que es una hermosura verles. Cuando esta democracia se acabe -que, como medio pronostica nuestro señorito, se puede acabar en seguida- no recordaremos las lecturas teleletárgicas de Suárez ni el turmix Balmes/Donoso/Mella de Fraga, sino que recordaremos noches como la que estoy glosando, aquello que citaba D'Ors de que nadie sabe lo que se esconde en un minué.

En el minué del estreno -digno espejo del minué del escenario- la España dividida en dos para siempre por la muerte de Lorca hizo muy bien sus pasos y su papel. Julieta Serrano (que fue prodigiosa heroína de Lorca en un montaje de Bardem), el propio Bardem, los críticos de la ultranza, los adelantados de la cultura/ucedé, Luis Escobar y Eduardo Rico. Todos, por dos horas, en un silencio religioso, en una religión tácita e implícita que esparce su círculo más allá de lo teatral: 120 minutos de silencio y olvido por una guerra superada y un guerrero inerme a quien volaron a tiros su lenguaje de las flores. Ya que no en la Moncloa, la democracia está madura en el María Guerrero.

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