España entre el desierto y la esperanza / y 3
Me atrevería a decir, sin paradoja, que la realidad de España como nación, una vez muerta y bien muerta la nación retórica del tragicómico sainete nacionalista, radica en su necesidad La nación española existe porque es necesaria. Y es necesaria para que la convivencia democrática entre las comunidades o pueblos intraespañoles -y, de este modo, entre todos los españoles en general- sea. posible.Porque, dejándonos de triquiñuelas juridicistas y de tópicos irresponsables, el Estado español, ese monstruo frío que los frenéticos quisieron instalar sobre nuestras pobres cabezas como modus viven -di entre esas comunidades, sirve para cualquier cosa menos para fundamentar una convivencia democrática multinacional (o multicomunitaria española). Ni España es la Confederación Helvética ni los españoles somos -Suizos. ¿Y cómo vamos a encargar al Estado español, por muy «democrático» que sea, de constituirse en sistema convivencial cuando él ha sido, históricamente y hasta nuestros días el gran responsable de la «invertebración» del conjunto multinacional hispano (el Estado español y no Castilla, la pobre Castilla, que fue seguramente una de sus primeras víctimas: derrota de las comunidades ...).
Sólo una superior solidaridad nacional (no una maquinaria jurídico-política coercitiva) puede hacer posible esa convivencia multinacional. El monstruo frío, sin esa base de sociedad civil vertebrada que es una nación, o se tragaría a las comunidades integrantes (como ha intentado hasta ahora, felizmente no con pleno éxito) y vuelta a lo de antes, o sería desmembrado por éstas en un movimiento de dispersión centrífuga que, por contrachoque, provocaría una nueva reacción centralista llevada a sangre y fuego por un Ejército proclive a sentirse «celoso guardián de la unidad de la patria», lo que, a su vez, suscitaría, etcétera. Es decir, mírese por donde se mire, el caos.
Ahora bien, esa necesidad de la nación española no pasa de ser una postulación teórica o ética mientras no exista una voluntad colectiva que la convierta en realidad. Y ahí radica la grave responsabilidad de la hora presente: que los españoles quieran lo que es necesario. Sólo su voluntad mayoritaria será capaz de dar vida a esa nueva nación española, necesaria para que no nos vayamos todos al diablo.
¿Nueva? Ya he dicho que, para la mayor parte de los españoles, la otra está muerta o moribunda, al menos como conciencia y voluntad de convivir. No nos queda, pues, más remedio que crearnos otra, antes que nos impongan nuevamente por la fuerza el corpachón medio corrupto de la vieja. Y para ello hay que partir de lo que existe o de lo que existe con mayor fuerza y autenticidad: el sentimiento colectivo de pertenencia a una de las comunidades intraespañolas. De ahí y sólo de ahí puede venir lo esencial de la nueva voluntad nacionalizadora.
Naturalmente, para esa construcción histórica no faltan los materiales. Una nación es una voluntad de vivir y obrar en común sobre la base de unas realidades compartidas de carácter histórico-cultural (lengua, obras del pensamiento y del arte, empresas colectivas del pasado ... ), material (geografía, a veces origen étnico ... ) económico (faceta esta esencial, que por lo mismo no puedo tratar aquí de pasada ... ). Esa base sustentadora, en el caso de España, existe; es una obviedad decirlo, pese a los frenéticos. Por referirme sólo a la realidad histórico-cultural, pondría un ejemplo bien gráfico y muy de actualidad, perfectamente ajeno a toda huera retórica a lo batalla de Lepanto o Santiago Matamoros. ¿A qué comunidad intraespañola pertenece Picasso, el mayor genio universal nacido entre nosotros desde Goya? Andaluz formado en Madrid y, sobre todo, en Cataluña, empapado de tantas vivencias, mitos e imaginaciones surgidas en nuestra tierra, nadie como él está tan íntimamente vinculado a lo español, con todos sus matices, contrastes y aun contradicciones. La realidad histórico-cultural de la nación España está sencillamente ahí, donde apunta el pincel fulgurante de Picasso. Yo diría que la mejor prueba de esa realidad es el Guernica.
Pero no es esto lo esencial, sino cómo vamos a vivir hacia el futuro los españoles esa realidad básica. A mí me parece que lo nacional-español es un ámbito abierto, aún en buena parte por construir y, también en parte, por rectificar (por ejemplo, ¿cuándo nacionalizaremos de una vez la cultura en lengua catalana, para que sea patrimonio de todos los españoles?). Y eso sólo se puede hacer desde la realidad viva de la diversidad española. Yo haría mía la famosa consigna «catalanizar a España», a condición de añadir inmediatamente que hay también que andalucizarla, vasquizarla, galleguizaria, valencianizarla, castellanizarla, etcétera. No hay ni puede haber centro nacionalizador, contra lo que pensaba Ortega («Castilla hizo a España. Y Castilla la deshizo»). La nueva España tendrá que ser fruto de un policentrismo nacionalizador.
He aquí una empresa histórica, diría nuestro don José, de enorme calado. ¿Cómo realizarla? Naturalmente, yo no conozco la receta o, mejor dicho, no hay receta preestablecida. Tampoco sé si seremos capaces de realizarla. Sólo sé que es un reto enardecedor que nos lanza la historia: construir, desde la realidad y sin anular ésta, una realidad englobadora que potencie y ensanche lo diverso. Pese a las asechanzas y ahogos del presente, acaso la mayor riqueza de España sea su vigorosa variedad: España es las Españas. ¿No es ello, en cierto modo, un singular privilegio? A escala planetaria y en todos los niveles, uno de los rasgos esenciales de la hora presente es la reivindicación de la diversidad, del derecho a ser diferente. Nuestro país podría tal vez ofrecer al mundo una aleccionadora experiencia: cómo proteger y potenciar su constitutiva diversidad potenciando. al mismo tiempo la solidaridad. ¿Es esto hacerse excesivas ilusiones? Más vale, en todo caso, tratar de volar alto para no tener que arrastrarse demasiado bajo.
Ahora bien, para que ese reto de la diversidad fructifique en esa plurinación o nación de naciones llamada España, las comunidades intraespañolas tienen que renunciar a esa especie de reñidero en que se ha convertido la pell de brau, donde cada una intenta engallarse por encima de las demás, mostrándoles los espolones de su «superior» nacionalidad (en la que a veces se llega a extremos sobremanera grotescos y regocijantes). Cada una de ellas debe sentir que la experiencia de su identidad sólo cobra superior sentido en relación con las otras identidades intraespañolas. La multinación española será vigorosa y ejemplar el día en que, a la hora de construir el tejido de la convivencia democrática, pueda decirse de esas comunidades, parafraseando el verso de Antonio Machado, que «apuesta tienen a quien / hila más y más señero».
La nación España se constituirá así en torno a una empresa común capaz de espolear las mejores fuerzas del alma de cada uno de sus pueblos. Pese al desierto del que vienen, esos pueblos son en muchos aspectos comunidades modernas y vigorosas, con un nivel de cultura, de técnica y de riqueza material bastante alto. Lo que necesitan es el gran proyecto de vida en común que pueda movilizar plenamente sus capacidades.
A mi juicio, ese proyecto sólo puede aportarlo el socialismo: un socialismo al mismo tiempo universalista y atento a las exigencias de la diversidad. ¿Están las fuerzas del socialismo español a la altura de esa empresa de renacionalización de España? Me temo que... Pero esta es, como diría Sherezade, otra historia.
Los artículos anteriores de esta serie se han publicado en EL PAÍS de los días 12 y 13 de septiembre.
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