Predicar con el ejemplo
EN VISPERAS de que el nuevo Gobierno haga público su programa económico y los ministros comiencen a instrumentarlo, parece obligado recordar, a la vez, las sombrías perspectivas que nos aguardan y la inexistencia de recetas milagrosas o bálsamos de Fierabrás para desvanecerlas.Nuestro desarrollo económico se halla prácticamente detenido y 1980 se cerrará seguramente con un crecimiento negativo. Nuestra tasa de inflación, situada entre el 14% y el 15%, aunque en ligera desaceleración, no ha entrado todavía en la órbita media -entre el 9% y el 10%-de los países de la OCDE. El sector exterior cerrará, en diciembre, con un fuerte déficit, debido en su mayor parte a la elevación del precio de los crudos, pero también a la disminuida capacidad de respuesta de nuestras exportaciones. El estancamiento de la producción ha llevado a un progresivo aumento del paro, ya situado en un 11 % sobre la población activa, frente al 5 % de los países de la OCDE, pero susceptible de incrementarse todavía más y de precipitarnos en la catástrofe del hambre, la frustración y la desesperación. A la incapacidad del aparato productivo para generar empleo se une, por lo, demás, la tendencia de las empresas a amortizar puestos de trabajo para elevar su relajada productividad y para evitar compromisos laborales, que sólo pueden cancelar mediante elevadas indemnizaciones.
Ahora bien, la idea de que ese oscuro callejón puede transformarse en un luminoso paisaje mediante el relanzamiento a cualquier precio de la actividad económica es un simple dislate. Vivimos en un mundo sombrío, pero no en el peor de los mundos posibles.
Ante todo, la cura de urgencia que necesitamos deberá poner fin al desequilibrio del déficit del sector público. Si de verdad lo quiere, el Gobierno podría empezar mañana mismo la ordenación de éste, aunque sólo fuera anunciando las líneas maestras de sus planes de austeridad y saneamiento y dando como prenda algunas pruebas inmediatas de su sinceridad para acometerlos.
A fin de lograr el restablecimiento de la disciplina, cortar la gangrena de los gastos corrientes, el crecimiento de los gastos de personal de las diversas administraciones públicas no debería rebasar el 10% en 1981. La congelación de sectores que han tenido aumentos muy generosos en los dos últimos años, el fin de la viciosa práctica de las recalificaciones de puestos de trabajo o del tránsito semiclandestino del personal contratado a los escalafones de funcionarios parecen medidas dolorosas, pero urgentes y necesarias.
La austeridad de sueldos y salarios del sector público y la revisión de los demás gastos corrientes constituyen, en todo caso, una condición previa para proponer a la sociedad española una política de rentas en 1981. Es cierto que los logros conseguidos en la lucha contra la inflación, logros que es preciso mantener a toda costa para frenar el paro y relanzar la inversión, estarían condenados a perderse si durante el próximo año los convenios se movieran por encima del crecimiento de la masa salarial que nuestros competidores europeos prevén para sus propios países en 1981.
Pero el Gobierno no podría insinuar o promover una política de rentas de ese tipo, de cuyo éxito dependería la caída de los tipos de interés y el consiguiente efecto estimulante para la inversión y para la creación de puestos de trabajo, si no predicara antes con el ejemplo. La reducción de los gastos públicos corrientes sería el escaparate en el que la sociedad española podría comprobar que la austeridad que se le predica desde el Estado y la exhortación a la política de rentas que se le lanza desde la Administración no son, como ha sucedido hasta ahora, el equivalente de esos consejos que los bien alimentados dan a los famélicos sobre las ventajas para la salud de una dieta a pan y agua.
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